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Aportes conceptuales al estudio sobre asimetrías, esencialismo cultural y diferenciación racial en América Latina
Contribuições conceituais para o estudo das assimetrias, essencialismo cultural e diferenciação racial na América Latina
Conceptual contributions to the study of asymmetries, cultural essentialism and racial differentiation in Latin America
Revista nuestrAmérica, vol. 10, núm. 19, e5997866, 2022
Ediciones nuestrAmérica desde Abajo

Artículos libres

Esta obra podrá ser distribuida y utilizada libremente en medios físicos y/o digitales. La versión de distribución permitida es la publicada por Revista nuestrAmérica (post print). Su utilización para cualquier tipo de uso comercial queda estrictamente prohibida

Recepción: 24 Noviembre 2021

Aprobación: 25 Diciembre 2021

Publicación: 07 Febrero 2022

Resumen: Los estudios sobre asimetrías en América Latina refieren de manera ineludible a estructuras de sujeción vinculadas con procesos históricos de racialización de la diferencia. Este artículo propone elucidar este fenómeno teniendo en cuenta las relaciones de poder que sustentaron la emergencia histórica de estos procesos. En primer lugar se exponen las limitaciones del “enfoque clásico sobre el racismo” que desestima la polisemia de la noción de “raza”. Tras ello, se despeja el camino argumentativo para a) replantear las posibilidades de definir la noción de “raza” atiendiendo el carácter contingente de sus diversas formulaciones; b) examinar la “matriz colonial del racismo”; c) analizar de qué modo las concepciones esencialistas de la cultura se entrecruzan con el fenómeno del racismo, y d) exponer la paradójica “matriz universalista del racismo”, reveladora del carácter ambiguo de la “universalidad”.

Palabras clave: asimetrías, cultura, colonialidad, racismo.

Resumo: Os estudos sobre assimetrias na América Latina referem-se inevitavelmente a estruturas de sujeição vinculadas a processos históricos de racialização da diferença. Este artigo se propõe a elucidar esse fenômeno levando em consideração as relações de poder que sustentaram a emergência histórica desses processos. Em primeiro lugar, são expostas as limitações da “abordagem clássica do racismo”, que descarta a polissemia da noção de “raça”. Em seguida, abre-se o caminho argumentativo para a) repensar as possibilidades de definição da noção de "raça" levando em consideração o caráter contingente de suas diversas formulações; b) examinar a “matriz colonial do racismo”; c) analisar como as concepções essencialistas de cultura se cruzam com o fenômeno do racismo ed) expor a paradoxal “matriz universalista do racismo”, revelando o caráter ambíguo da “universalidade”.

Palavras-chave: assimetrias, cultura, colonialidade, racismo.

Abstract: Studies on asymmetries in Latin America inevitably refer to the structures of subjection linked to historical processes of racialization of difference. This article proposes to elucidate this phenomenon taking into account the power relations that sustained the historical emergence of these processes. First, the limitations of the "classical approach to racism" that dismiss the polysemy of the notion of "race" are exposed. After that, the argumentative path leads to a) rethink the possibility of a definition of “race” that meets the contingent nature of its various formulations; b) examine the “colonial matrix of racism”; c) analyze the ways in which the essentialist and ontologizing conceptions of culture intersect with the phenomenon of racism, and d) expose the paradoxical “universalist matrix of racism”, revealing the ambiguous nature of “universality”.

Keywords: asymmetries, culture, coloniality, racism.

1. Introducción. Las limitaciones del “enfoque clásico” sobre el racismo

El campo de investigaciones dedicadas al fenómeno del racismo surgió de manera relativamente reciente. Se trata de un área de estudios que cobró impulso a partir de la convocatoria lanzada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) a principios de la década de 1950 a un grupo de expertos de las ciencias biológicas y antropológicas con el fin de elaborar declaraciones que desestimaran la base científica de las doctrinas racistas -las cuales habían alcanzado un pico de brutal notoriedad internacional con los campos de exterminio de la Alemania nazi- y declararan la “raza” como un “mito social”. Como resultado, se ofrecieron a la comunidad internacional Cuatro declaraciones sobre la cuestión racial formuladas en 1950, 1951, 1964 y 1967[1]. Complementariamente, y para dar el estatuto legal y vinculante a la condena y lucha contra el racismo, desde las Naciones Unidas se elaboraron pactos y convenciones que declaraban la igualdad de derechos inherentes a todos los seres humanos y comprometían a los Estados a garantizarlos y defenderlos. A la “Declaración de los Derechos Humanos” de 1948 se adicionó en 1965 la “Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial” y, posteriormente, en 1978, la “Declaración Sobre la Raza y los Prejuicios Raciales” formulada por la UNESCO.

A raíz de estas iniciativas y documentos se produjo un verdadero giro epistemológico: los estudios sobre las razas fueron desplazados por un nuevo campo de estudios dedicado a procurar una definición y descripción ya no de las “razas” sino del racismo mismo como fenómeno social (Wieviorka 2002, 45).

En este campo de estudios existe una perspectiva habitual de abordaje que se denominará en este artículo como “el enfoque clásico sobre el racismo” que tiende a incurrir en reduccionismos teóricos que desatienden la complejidad del fenómeno. En vistas a aportar una definición sistematizada del “enfoque clásico”, se hará aquí referencia a sus dos características principales: (a) En primer lugar, se trata de un un modelo de inteligibilidad sobre el fenómeno del racismo que emplea una definición de “raza” y de “racismo” restringida a la variable biologicista; (b) En segundo lugar, dicha perspectiva establece una periodización segmentada que fija límites discutibles respecto de la emergencia y declinación del racismo como fenómeno activo.

(a) Respecto de la primera cuestión, el “enfoque clásico” define el racismo teniendo en cuenta exclusivamente un capítulo particular de la historia de este fenómeno: el “racismo cientificista y biologicista”[2]. Enfocándose en esa modalidad del racismo, reduce el significante “raza” al paradigma que predominó en los círculos científicos occidentales a partir del siglo XVIII, abonado por los desarrollos secuenciales de distintos naturalistas y científicos europeos: entre ellos, el biólogo sueco C. Linnaeus, quien en su Sistema General de la Naturaleza (1735) distinguió cuatro variaciones del Homo Sapiens, “americana”, “asiática”, “africana” y “europea”; el antropólogo alemán J. Blumenbach, quien en su tesis Sobre las diferencias naturales en el linaje humano (1775) expandió las divisiones raciales a cinco, “caucásica”, “mongol”, “etíope”, “americana” y “malaya”; el naturalista francés G. Leclerc, Conde de Buffon, quien en su obra Historia natural del hombre (1778) estableció una supuesta relación entre las diversas razas humanas y el clima, la alimentación y los hábitos culturales; y posteriormente, en el siglo XIX, el filósofo francés J. A. de Gobineau quien procuró determinar en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-1855) la existencia de tres grandes razas, “negra”, “amarilla” y “blanca”, identificadas por marcas corporales (como la forma del cráneo, el sistema piloso y el color de la piel) a las que asociaba con capacidades intelectuales, destreza física y criterios de belleza. Gobineau adicionó a su teoría racialista la categoría de “civilización” de modo que “raza” y “civilización” quedaban asociadas de manera estrecha. En suma, estos autores postulaban la existencia de distintas razas humanas que eran definidas a partir de una asociación entre atributos biológicos (como la forma del cráneo, el color de la piel, o los rasgos faciales, es decir, marcas corporales seleccionadas arbitrariamente), atributos morales, intelectuales y culturales, y “estereotipos antropológicos” fuertemente ligados a tipologías estéticas propias, haciendo de dicha conjunción un objeto de teorización pseudocientífica que en la época gozó de prestigio científico. Sobre la base de la tipologización humana resultante dichas teorías pretendieron instituir una escala racial cualitativa entre los seres humanos a partir de características percibidas como inmutables y determinantes. Dichas elaboraciones teóricas decantaron hacia fines del siglo XIX en el “darwinismo social”, que aplicaba los conceptos biológicos de “selección natural” y de “supervivencia del más apto” al campo de la sociología y de la política, para luego, en el siglo XX, insertarse en los discursos sobre la “pureza racial” del régimen nacionalsocialista con el que se alcanzaría el apogeo y el ocaso de las ideas ligadas al “racismo científico” (Todorov 1991; Gallego-Durán 2011, Peregrine y Loring Brace, 2008, Bittloch 1996).

(b) Al privilegiar de manera excluyente la noción de “raza” como herencia biológica, el “enfoque clásico” establece una periodización histórica acotada que ubica los orígenes del racismo estrictamente en el siglo XVIII y su paulatina declinación hacia mediados del siglo XX, de la mano del proceso de deslegitimación de las teorías biologicistas tras la Segunda Guerra Mundial. El problema de esta demarcación es que omite la existencia de conceptualizaciones raciales previas al advenimiento del racismo biologicista europeo, por ejemplo las que operaron durante la conquista de América, tal como sostiene la tesis principal de la teoría decolonial resumida en la noción de “colonialidad del poder” acuñada por el sociólogo Aníbal Quijano (2000). Con ella se refiere al proceso de distribución sistemática de identidades sociales racializadas que ya en la conquista temprana codificaría las relaciones colonizador/colonizado estableciendo jerarquías raciales que se conjugaron simultáneamente con una división internacional del trabajo. Asimismo, el “enfoque clásico” tampoco da cuenta de manifestaciones de racismo contemporáneo, posteriores al período fijado, que no involucran una descripción biologicista de las categorías raciales pero que apelan a concepciones igualmente naturalizantes de la alteridad (como, por ejemplo, el “racismo cultural” que será analizado más adelante).

En suma, el modelo de inteligibilidad sobre el racismo que ofrece el “enfoque clásico” resulta restrictivo y analíticamente limitante ya que desestima la polisemia de la noción de “raza”, la cual se compone de significados y contenidos diversos que resultan de sus configuraciones sucesivas. En consecuencia, este modelo no atiende a un más amplio espectro de acepciones del concepto que sostienen “registros” diversos del racismo. Es importante volver a aclarar aquí que se está refiriendo a un enfoque o perspectiva clásica sobre el racismo que se centra en dicha versión del racismo, es decir, al modo de abordaje corrientemente empleado en la investigación en torno a este fenómeno, y no al fenómeno en sí.

La exclusión de elementos que componen el amplio espectro de acción del racismo que exceden los límites de su descripción clásica no sólo posee consecuencias epistemológicas ligadas al estudio del fenómeno: acarrea consecuencias ético-políticas concretas, puesto que estas nuevas investigaciones de una definición y descripción del fenómeno del racismo son orientadoras de numerosas políticas y acciones estatales y supraestatales para combatirlo. Por lo que excluir analíticamente la diversidad de manifestaciones racistas conlleva la invisibilización social de dichas problemáticas y es fuente de nuevos conflictos.

Asimismo, esta interpretación solapa elementos indispensables para una “elucidación filosófica” del fenómeno. Considerado desde una perspectiva filosófica, el racismo constituye una tentativa paradigmática de quiebre con aquello que define al género humano como una unidad de iguales. Conlleva una voluntad de cercenar o de suprimir la capacidad de agencia moral, cultural, política etc. del grupo humano al que se quiere reducir a un estado de subordinación, y en este acto de supresión radica una de las principales consecuencias éticas del fenómeno, la cual se sigue más allá de las diversas teorías que se utilicen para justificar y legitimar dicho tipo de acciones. Por ello, la categoría de “diferencia” es central para el análisis del racismo, pues pone de manifiesto los diversos intentos por negar la indivisibilidad del género humano, que no sólo ha operado y opera mediante la postulación de una originaria diversidad de razas antagónicas fundadas en herencias biológicas, sino también mediante la afirmación de que la historia de la humanidad es la confrontación de civilizaciones antagónicas fundadas en una herencia cultural que o bien colisionan entre ellas, o bien están destinadas a ser sujetadas al dominio de unas sobre las otras (Balibar 2005). Las diversas formas de expresar diferencias “esenciales” y jerárquicas conducen a similares efectos: formas de menosprecio, exclusión, explotación, subordinación, e incluso, exterminio.

A las dificultades señaladas hay que agregar un problema de “consistencia” del “enfoque clásico” que se pone de manifiesto cuando se consideran las distintas descripciones, categorizaciones y definiciones de la variedad de razas humanas que esbozaron los exponentes de las corrientes biologicistas y cientificistas, las cuales si bien coinciden en postular el determinismo inexorable de la raza, varían ampliamente en los aspectos que tematizan y en el mayor o menor grado de lo “adquirido” y lo “innato”, poniendo de manifiesto la dificultad que surge a la hora de definir a una teoría racialista como biologicista o no biologicista. Siguiendo el exhaustivo estudio de Todorov (1991) se pueden distinguir diversas teorías racialistas, como por ejemplo el modelo del “racialismo vulgar”, acotado a descripciones con pura pretensión biológica y sólo tres razas clasificables (Gobineau); el “racialismo lingüístico”, que comprendió las razas como “moldes de educación moral” que abarcaban características ligadas al lenguaje, la religión y la historia (Renan); o el “racialismo histórico”, que se desarrolló especialmente durante el siglo XIX trasponiendo las especificidades del plano físico al plano cultural (Taine y Le Bon). Asimismo, del análisis de Todorov se infiere que las diversas descripciones de las “razas” abundan en referencias no ligadas al ámbito de “lo biológico”, lo cual refuerza la propuesta aquí esbozada de ampliar el campo de análisis a aquellos elementos y formulaciones raciales no exclusivamente centradas en dicha esfera. En definitiva, lo que el estudio de Todorov revela, es la correspondencia entre características físicas y morales que postula el racismo, es decir, la continuidad entre lo físico y lo moral que se establece en todo discurso racista (1991, 115 y ss.). En tanto el racismo busca legitimar la dominación del hombre sobre el hombre, los rasgos fenotípicos no resultarían suficientes para establecer jerarquías, sino que lo que se precisa es postular la superioridad moral, intelectual y simbólica de un grupo por sobre otro. Estos aspectos no reductibles a lo meramente biológico, en consecuencia, no pueden ser excluidos de la comprensión del racismo.

La tesis sobre la complejidad del racismo del filósofo francés P. Taguieff (1998) refuerza la crítica al “enfoque clásico” que se desarrolla en este artículo. El enfoque reduccionista se corresponde con lo que Taguieff identifica como “la comprensión ordinaria de la expresión el racismo”. Señala el autor que, de manera habitual, el racismo suele ser definido como “(…) una teoría pseudocientífica de la desigualdad de las razas humanas, fundada sobre un grosero determinismo biológico del estilo: tal raza, tal cultura o tal raza, tal conjunto de aptitudes”, seguido por un conjunto de conductas y prácticas discriminatorias que acompañan actitudes de odio y resentimiento (1998, 6). Pero sostiene que, si la descripción del racismo y de la “raza” fuese tan simple y directa como esa definición, la erradicación del racismo como flagelo social sencillamente implicaría refutar las antiguas teorías contraponiéndolas con los actuales conocimientos científicos, empleando para ello una argumentación racional y aplicando una sanción judicial (con el consenso de la condena moral subyacente). En definitiva, todo se resolvería la reducción de dichas teorías a simples prejuicios y estereotipos. Pero, contrariamente al avance de múltiples acciones antirracistas de ese tipo, el racismo no ha desaparecido, sino que pervive, aunque más no sea, en “expresiones indirectas e implícitas”. Las dificultades evidentes que se presentan para su erradicación conducen a replantear los criterios para identificar o reconocer las distintas formas de racismo que exceden el campo considerado por el “enfoque clásico”.

Una perspectiva alternativa a la “visión clásica” supone un giro hermenéutico tanto en la comprensión y descripción del fenómeno como en la definición de la categoría de “raza”. Este enfoque ampliado a las diversas manifestaciones de racismo cuenta con un sustancioso respaldo teórico, pues paralelamente al desarrollo de la perspectiva “clásica” se han ido elaborando desde fines de los años 60´ considerables herramientas que introdujeron nuevos conceptos para el análisis: “orientalismo”, “islamofobia”, “color-blind racism”, “racismo culturalista”, “racismo cotidiano”, “nativismo”, “racismo ambiental”, “racismo sin razas”, entre otras variantes que abonan la complejidad y vastedad del fenómeno. Este posicionamiento ampliado a la multiplicidad de sus manifestaciones implica concebir el racismo como un complejo sistema de dominación que supone la superioridad de un grupo humano sobre otro sobre la base de distintas teorías legitimantes que establecen jerarquías y justifican la dominación.

Si el racismo excede las modalidades exclusivamente biologicistas, una comprensión amplia del fenómeno supondrá, en primer lugar, problematizar y reconsiderar las definiciones acotadas de la noción de “raza” para hallar un concepto orientador que dé cuenta de los diversos usos y modalidades que adquiere el racismo como mecanismo de sujeción. Siguiendo a la antropóloga Marisol de la Cadena, pretender una definición monológica y universal de la categoría de “raza” es inconducente, en tanto desconocería su inserción en relaciones de poder específicas y diversas que dependen de geo-políticas conceptuales locales y temporalidades determinadas. En virtud de ello, es posible afirmar que se trata de un concepto adaptable a las diversas circunstancias que lo han requerido y lo requieren como herramienta de dominación:

Las definiciones de raza son locales y hasta momentáneas. Son “adecuaciones” del concepto a un complejo de intereses, deseos, subjetividades y cuerpos que se modifican al moverse a través de planos políticos locales, nacionales e internacionales” (De la Cadena 2007, 15).

En coincidencia con el planteamiento presente, la autora considera infructuosa la discusión en torno al surgimiento estricto de la terminología racial. Pues lo significativo para comprender los procesos de racialización no consiste en aseverar a ciencia cierta cuándo aparece demarcada y definida la noción de “raza”, sino más bien cuándo y de qué manera surgen las relaciones de poder que la sustentan. El concepto de “raza” es una construcción ideológica con una particular “potencialidad camaleónica” que la hace adaptable a contextos sumamente diversos. Este carácter acomodadizo de la noción le aporta sin dudas una especial densidad: “Lejos de restarle historia”, sostiene, “su vacuidad hace posible que la raza se enraíce en genealogías específicas y adquiera múltiples pasados, muchas memorias conceptuales, que le dan textura estructural y la abren a subjetividades locales” (De la Cadena 2007, 14). Es justamente la vacuidad de la “raza” la responsable de la “fuerza nómade” del concepto capaz de insertarse en diversos contextos sociopolíticos históricos.

La indefinición de la noción de “raza” no impide, sin embargo, reunir sus diversos rasgos en una teoría general que respalde y de cuenta de la unidad del racismo, impidiendo tanto que se diluya en sus múltiples variaciones como que quede asociado a una única manifestación específica. Dentro de los estudios agrupados bajo la corriente denominada critical race theory[3] se ha desarrollado precisamente una analítica estructural de aquellos elementos que operan de manera constitutiva en las prácticas de racialización, con el fin de establecer un marco general dentro del cual puedan ser comprendidos los diversos fenómenos considerados “racismo”. En ese marco, los trabajos de David Theo Goldberg (1990; 1993) se destacan por aportar un cuadro de “elementos preconceptuales” o “términos primarios” que unifican las variaciones históricas de los discursos racializados: clasificación, valoración, jerarquización, diferencia, identidad, son formas del discurso racializado y del racismo más allá de sus formas históricas específicas y de las teorías legitimantes empleadas.

2. ¿Una matriz colonial de la diferenciación racial?

Si se entiende el racismo como un dispositivo de dominación social, la elucidación del fenómeno implicará considerar las relaciones de poder que sustentaron la emergencia histórica de los procesos de racialización. Este propósito se refleja en los diversos estudios antropológicos y sociológicos sobre la construcción de identidades subalternizadas en América Latina especialmente referidos a comunidades afrodescendientes e indígenas (Restrepo y Arias 2010; Segato 2010; Stern 1999; Thomson 2007; Wade 2000; Díaz Ledesma 2015) y en las investigaciones teóricas sobre la noción de “colonialidad del poder” desarrolladas en el marco del “giro decolonial” de las ciencias sociales y humanas. El argumento común que subyace a las diversas investigaciones que componen este cada vez más amplio y nutrido campo de estudios es que la distinción básica entre “colonizador/colonizado” fue trazada conforme a un proceso de racialización dirigido a asentar y otorgar legitimidad a las relaciones de dominación de la conquista. Este proceso diferencialista se desplegó mediante la distribución sistemática de identidades sociales, concebidas de manera esencialista y jerárquica, cuyo fin fue sostener y afianzar las estructuras de subordinación colonial en sus variados aspectos: explotación económica, dominio político, control social, enajenación cultural, etc. La distribución de identidades sociales racializadas instauró una distinción categórica entre grupos sociales “blancos” (de procedencia europea) y el resto de la población, sobre la cual se aplicó una nomenclatura racial variable compuesta por decenas de clasificaciones (categorías raciales como “mulato”, aplicada a quienes eran considerados fruto de una mezcla entre negro y blanco; “zambo” para la mezcla negra e indígena; “mestizo” para la mezcla indígena y blanca, entre otras). De manera general, la estratificación socio-racial determinaba roles sociales y administrativos, aunque cada sistema de clasificación variaba dependiendo de factores locales, contextos institucionales de dominación colonial, y características poblacionales (Wade 2000, 35-9).

A pesar del cada vez más amplio campo de investigaciones sobre este tópico, es posible advertir el escaso tratamiento que recibe el contexto hispanoamericano de los albores del colonialismo europeo por parte de la historiografía occidental especializada en dilucidar los orígenes, definiciones y derivaciones de la noción de “raza”, tal como lo resume Sinclair Thomson en “¿Hubo raza en Latinoamérica colonial?” (2007), un artículo relativamente reciente cuyo título es revelador de esta disputa que no hace más que empantanar los estudios sobre el racismo en Latinoamérica. Pues como señala Thomson, ciertos trabajos que pretenden historizar el concepto de “raza” incurren en dos posturas: o bien afirman que las nociones contemporáneas de raza emergieron durante la última parte del siglo XVII con el desarrollo de las clasificaciones científicas ilustradas y la expansión de la esclavitud en el Atlántico; o bien establecen sus raíces en el siglo XIX a partir de la teoría darwinista, la consolidación de jerarquías sociales en los Estados nacionales y la abolición de la esclavitud (2007, 56). En respuesta a esto advierte que estos posicionamientos no hacen más que solapar un hecho de enorme importancia: “[…] por casi tres siglos antes del advenimiento de la “modernidad” ilustrada, la revolución industrial y el liberalismo en el Atlántico norte, los escritores ibéricos discutieron sobre la identidad colectiva y la otredad en el contexto de colonización, construcción del estado, esclavitud y pensamiento científico” (Thomson 2007, 58).

Usualmente, la tesis de “la matriz colonial del racismo” recibe objeciones por parte de algunos estudiosos que consideran que durante el primer transcurso del dominio colonial no se contaba con descripciones sistematizadas de las “razas” al modo en que éstas fueron elaboradas por los naturalistas del siglo XVIII, y por ello contradicen el enfoque en términos de “racialización”[4] para referirse al mecanismo que operó en la construcción de subalternidad en América Latina y el Caribe desde el siglo XVI.

Esta consideración resulta desacertada por dos motivos. En primer lugar, porque al generalizar y elevar a “modo paradigmático” un “modo particular” e histórico de elaboración de la noción de “raza” incurre en un grave reduccionismo que redunda en el ampliamente denunciado “eurocentrismo de las ciencias sociales”. Este reduccionismo manifiesta una expresa resistencia a reconocer la periferia colonial como una cara constitutiva de la “modernidad” y no como mera marginalidad o historia relegada; y en ese sentido, como fuente de elementos conceptuales, entre ellos, el de “raza”. En segundo lugar, y ligado a lo anterior, porque más allá del modo “diverso” que asumió la racialización y la descripción de las categorías raciales, los estudios evidencian el funcionamiento temprano de una estructura racial que operaba sobre sujetos y comunidades durante la conquista disponiendo eficazmente roles, privilegios y perjuicios. Dichos estudios, asumiendo una posición verdaderamente agobiante, reafirman, frente a las críticas implícitas o explícitas: esto también es “raza”. A ellos se recurrirá a continuación para el desarrollo de este apartado.

Las principales investigaciones sobre la “raza” en el contexto colonial coinciden en la tesis de que las categorizaciones raciales en América Latina refirieron, más que a dimensiones estrictamente “biológicas”, a la combinación de rasgos fenotípicos (como el color de la piel, el tipo de cabello, rasgos faciales y corporales) con aspectos culturales, de comportamiento y simbólicos mediante los cuales se naturalizaron las jerarquías sociales (Restrepo 2012; De la Cadena 2005; 2007; Segato 2010; Thomson 2007).

Los estudios decoloniales han contribuido decisivamente a la elucidación del racismo colonial poniendo de manifiesto su articulación con el surgimiento del capitalismo como sistema mundial. Este vínculo está explorado sobre todo en los escritos del sociólogo peruano Aníbal Quijano. Éste define la trama racismo/colonialidad como la convergencia simultánea de dos procesos históricos: por un lado, la constitución de un sistema social que involucró la clasificación racial/étnica de la población del mundo instaurando nuevas identidades históricas: “indio”, “negro”, “blanco” y “mestizo”; por otro, la emergencia del proceso de división internacional del trabajo organizada en relaciones centro-periferia a escala mundial. La conjunción de ambos procesos –la racialización sistemática de la población y la constitución de un sistema mundial de producción en desarrollo- conforma lo que Quijano ha denominado la “colonialidad del poder”, concepto que designa la distribución de identidades sociales fundadas en la idea de “raza”, que a través de prácticas de dominación, explotación y control étnico-social funcionaron y funcionan como fundamento de clasificación social y constituyen relaciones racistas de poder (Quijano 2000a; 2000b; 2001).

La colonización de América y la constitución de la economía-mundo capitalista deben ser comprendidas, en consecuencia, como parte de un mismo proceso histórico iniciado en el siglo XVI (Castro-Gómez y Grosfoguel 2007). Ambos sistemas coercitivos quedaron estructuralmente asociados y se reforzaron mutuamente, siendo tal la eficacia de la diferenciación racial que “la acumulación capitalista hasta aquí no ha prescindido en momento alguno de la colonialidad del poder” (Quijano 2000b, 376).

La idea de “raza”, que según Quijano “nace con América”, representa “el más eficaz instrumento de dominación social que se haya inventado en los últimos 500 años” (Quijano 2000c, 37-8), pues codificó las relaciones entre las poblaciones conquistadoras y conquistadas en términos de diferencias estructurales y jerárquicas concebidas como “naturales”, que, de este modo, fueron incuestionables y permanecieron fuertemente arraigadas. Las ideas de “superioridad” e “inferioridad” implicadas en toda relación de dominación, quedaron desde entonces asociadas a la “naturaleza”, “(…) en una escala de desarrollo histórico que iba desde lo ‘primitivo’ (lo más próximo a la naturaleza, que por supuesto incluía a los ‘negros’ ante todo y luego a los ‘indios’) hasta lo más ‘civilizado’ (que, por supuesto, era Europa)” (Quijano 2000a, 42).

En tanto cobraron una connotación racial, las nuevas identidades racializadas quedaron destinadas a ocupar los espacios desventajosos en la estructura global del trabajo del capitalismo mundial. Las identidades consideradas “inferiores” fueron relegadas a cumplir formas de trabajo no asalariadas, abonando la percepción de que el trabajo remunerado era un privilegio de la población blanca. Así, “raza”, “clase” y “explotación” son planos que no pueden deslindarse según el esquema histórico que plantea Quijano, pues la raza opera como clase y legitima la explotación del trabajo.

Aún más, “la colonialidad del control del trabajo” determinó la distribución geográfica del capitalismo mundial, constituyendo a Europa como el centro, conformando lo que Quijano denomina el “eurocentramiento del capitalismo mundial” (2000a; 206-8). En uno de sus textos iniciales, Quijano exponía este ordenamiento geográfico social que evidencia de manera prácticamente indiscutible el vínculo estrecho entre “raza” y capitalismo:

En efecto, si se observan las líneas principales de la explotación y de la dominación social a escala global, las líneas matrices del poder mundial actual, su distribución de recursos y de trabajo entre la población del mundo, es imposible no ver que la vasta mayoría de los explotados, de los dominados, de los discriminados, son exactamente los miembros de las “razas”, de las “etnias” o de las “naciones” en que fueron categorizadas las poblaciones colonizadas, en el proceso de formación de ese poder mundial, desde la conquista de América en adelante (Quijano 1992, 438).

En suma, la descripción de Quijano sobre el vínculo entre racismo, capitalismo y colonialidad se compone de los siguientes aspectos: a) la construcción de la jerarquía racial global coincidió espacio-temporalmente con la constitución de una división internacional del trabajo organizada en relaciones centro-periferia a escala mundial; b) la población del mundo fue clasificada en “identidades raciales” dividida entre dominantes/superiores y dominados/inferiores. Las diferencias fenotípicas fueron empleadas como expresiones externas de las diferencias “raciales”: color de la piel y del cabello, forma y color de los ojos, y otros aspectos corporales; c) las sociedades colonizadas sobrellevaron asimismo una “colonialidad de las relaciones culturales y subjetivas” que dependiendo del grado de destrucción de la estructura social originaria iría de la imposición de hegemonía de la perspectiva eurocéntrica al absoluto despojo de los saberes intelectuales y los medios de expresión; d) la atribución de no-blancura es instrumental para la disminución del valor atribuido al trabajo de los racializados y sus productos, incrementando la plusvalía extraída de los mismos.

Introduciendo las variables de la racialización y la inferiorización cultural de los colonialmente oprimidos en el análisis de las desigualdades socio-económicas, la perspectiva decolonial complementa el enfoque marxista[5] y los análisis de sistema-mundo[6], perspectivas a las que se les ha criticado su tendencia a incurrir en un “reduccionismo económico” porque ponen el énfasis en las relaciones económicas a escala mundial como determinantes del sistema-mundo capitalista, y consideran las desigualdades que afectan el ámbito de la cultura, los discursos y las ideologías como derivadas de los procesos de acumulación capitalista. Para la perspectiva decolonial, en cambio, “la cultura está siempre entrelazada (y no derivada de) los procesos de la economía-política” (Castro-Gómez y Grosfoguel 2007), por lo que no es posible entender el capitalismo global sin tener en cuenta el modo en que los discursos raciales organizan la población mundial en una división internacional del trabajo, a la vez que resultaría incompleto un análisis sobre el racismo que desatienda la función que cumple la racialización en la explotación económica. En ese sentido, proponen una “descolonización de los paradigmas de la economía política” que por partir de perspectivas eurocentradas invisibilizan y vuelven secundarios modos de opresión y relaciones de poder constitutivos de ese sistema (Grosfoguel 2010).

La perspectiva decolonial y los estudios sobre la construcción de identidades subalternizadas en América Latina hacen especial hincapié en la “persistencia” de las estructuras de subordinación ligadas a la cuestión racial. Tras la independencia y la consolidación de los Estados republicanos, las ideas sobre la “raza” no se disiparon, sino que además se recibieron las teorías europeas deterministas. Esto permitió la implementación, sobre la base de imaginarios raciales previamente existentes como herencia colonial, de programas de “higiene social” y de “mejora de la raza”, así como políticas de inmigración europea destinadas al “blanqueamiento” progresivo de la población. La asociación de los afrodescendientes y los indígenas con signos de “primitivismo”, la esclavitud, los antiguos modos de producción, el tradicionalismo, etc. constituyó así una marca perdurable (Wade 2000, 71).

La “matriz colonial del racismo” implica que el racismo actual posee la huella indeleble de un pasado de exclusión, silenciamiento y hasta exterminio de poblaciones subalternizadas. Las articulaciones del racismo colonial se han sedimentado y persisten en el sentido común del presente. La raza constituye un “signo”, que como acertadamente sostiene la antropóloga Rita Segato, puede ser definido como “la marca en el cuerpo de la posición que se ocupó en la historia” (2010, 19). Sin embargo, a menudo constituye un “punto ciego” del discurso latinoamericano sobre la “otredad”. Esta invisibilización pretende ocultar “la persistencia de la colonia y enfrentarse al significado político de la raza” como principio capaz de desestabilizar la estructura profunda de la colonialidad (2010, 20).

3. Intersecciones entre esencialismo cultural y racismo

Los límites entre las categorías de “raza” y “cultura” se vuelven difusos cuando se concibe el plano de lo cultural como un ámbito reificante capaz de producir un “efecto de frontera” entre distintas comunidades a las que se adjudican rasgos hereditarios y permanentes. En toda cultura, entendida como sistema de sentidos compartidos por una comunidad, se presentan los matices de la contingencia y de la permanencia. No hay cultura posible sin tradición estable, puesto que el desarrollo de la cultura precisa de la memoria y experiencias compartidas (Fornet-Betancourt 2009, 39), pero a la vez no hay tradición (o tradiciones en pugna dentro de una misma cultura) que no pueda ser comunicada, modificada, cuestionada o incluso abandonada.

El análisis de las culturas, y sobre todo de los discursos sobre las culturas, no puede ser deslindado de la cuestión del poder. Una noción de cultura esencializada y concebida como una “naturaleza”, puede ser funcional a una modalidad del racismo que establece jerarquías sobre la base de “características culturales”, aun cuando prescinda de justificaciones expresamente biologicistas. Esta modalidad, por ende, excede los límites de la comprensión analítica del “enfoque clásico. El término “racismo cultural” se acuñó para describir nuevas ideologías y prácticas racistas que surgieron luego de la Segunda Guerra Mundial, en la que entraron en vigencia normas y políticas encaminadas a la erradicación del racismo biologicista.

Desde mediados del siglo XX en el discurso académico de las ciencias sociales norteamericano sobre las desigualdades sociales comenzó a circular el rótulo “deficiencia cultural” para argumentar que los atributos culturales de determinados grupos “raciales/étnicos” marginados -especialmente negros y latinos- les impedían asimilarse y lograr cierta movilidad social en la sociedad norteamericana. Entre dichas “deficiencias culturales” se incluían, por ejemplo, la incapacidad para integrarse a la ética del trabajo, las perspectivas limitadas respecto del futuro, la falta de participación parental en los ámbitos educativos, las bajas capacidades intelectuales, etc. (Fergus 2008). Estos “argumentos culturalistas” “naturalizaban” las desigualdades sociales atribuyendo a sus víctimas una “capacidad de adaptación a la pobreza” que se transmitía de una generación a otra, sin referencia a la desigualdad de oportunidades y a la exclusión que soportaban estas comunidades. La denominación “racismo cultural” surge como contraofensiva ante estos discursos académicos y frente a la proliferación de ideas y políticas “diferencialistas” que ponían el foco en aspectos culturales para perpetuar antiguas -o establecer nuevas- desigualdades entre grupos sociales.

Este tipo de racismo se manifiesta en varias dimensiones del mucho actual: en el mercado de trabajo, en el ámbito educativo, en el trato a los migrantes, en los argumentos “culturalistas” que suelen filtrarse en la guerra global contra el terrorismo, así como en el “campo de batalla epistemológico” por la definición de las prioridades del mundo actual (Grosfoguel 2006).

Para dar cuenta de sus mecanismos de funcionamiento del “racismo cultural” se hará referencia a continuación a los tratamientos por parte de Étienne Balibar y Franz Fanon. Ambos describen las justificaciones de este tipo de racismo apoyadas tanto en el argumento de la “incompatibilidad” como en el de la “inferioridad” cultural; y se centran en sus figuras emblemáticas: el migrante transnacional y el sujeto colonizado.

El argumento de la “incompatibilidad cultural”

El filósofo É. Balibar reflexionó de manera extensa sobre el vínculo entre el racismo contemporáneo, la división de clases en el capitalismo, las contradicciones del Estado-nación y el carácter ambigüo de la noción de “universalidad”. Su enfoque analítico se aleja de los modelos explicativos sobre las desigualdades sociales más puramente “economicistas”, es decir, centrados exclusivamente en el determinismo de las fuerzas productivas, para dar lugar en su análisis a las complejas estructuras de sujeción que configuran y dan forma a los conflictos sociales postcoloniales, que se expresan en la exclusión sistemática de sujetos sociales subalternizados como el trabajador migrante o los excluidos “internos” del mundo cívico-burgués.

La figura del migrante transnacional resulta emblemática de la forma de neorracismo que excede los límites de comprensión analítica del “enfoque clásico” y que puede ser designada con el término “racismo cultural”. A pesar de la caída en desuso de la idea biologicista de “raza” por parte de la comunidad científica internacional y de la vigencia de Declaraciones y Convenciones Internacionales expresamente antirracistas, Balibar advierte que el fenómeno del racismo no se encuentra en regresión sino más bien en progresión en el mundo actual. Prueba de ello son las diversas manifestaciones de discriminación y xenofobia sufridas por las colectividades de trabajadores inmigrantes en el marco de Estados nacionales con ciudadanías restrictivas que se manifiestan en diversas formas: explotación laboral, tratos discriminatorios en el marco de las instituciones públicas y del poder policial, dificultad de las sociedades receptoras para integrar a las segundas y terceras generaciones de migrantes en el cuerpo social, entre otras. Esta situación se ve reforzada por argumentos que derivan de la supuesta “incompatibilidad” entre culturas diversas, en tanto ésta parece dificultar la “adaptación” o “asimilación” de las y los migrantes y pone en riesgo potencial la integridad cultural de la “sociedad de acogida”, a la que se supone culturalmente homogénea. Como señala Balibar: “la cultura puede funcionar también como una naturaleza, especialmente como una forma de encerrar a priori a los individuos y a los grupos en una genealogía, una determinación de origen inmutable e intangible” (Balibar 1991, 38).

El sujeto migrante sufre la exclusión del cuerpo social enmarcado por la estructura del Estado nacional, comunidad aglutinada bajo una “etnicidad ficticia” que relativiza las diferencias entre los ciudadanos que comparten la misma “identidad nacional” y acentúa la diferencia simbólica respecto de “los extranjeros”. En el espectro de las “nociones genealógicas” entre las cuales se incluyen, por ejemplo, las ideas de “legado cultural” o de “identidad heredada” empleadas para identificar comunidades o colectivos se vislumbra el “resto” de la idea de “raza” luego de que fuera deslegitimada su aplicación sobre los sujetos coloniales, descendientes de esclavos, u “otros étnicos” (Balibar 2011, 7). Estas consideraciones permiten afirmar que se trata de un tipo de racismo “culturalista” que opera mediante una noción esencialista de la cultura. Desde este punto de vista, se supone que los individuos, como parte de un grupo cultural, son portadores de una única cultura con rasgos firmemente determinados y permanentes. Este tipo de racismo, además, resulta “diferencialista”, porque recurre a argumentos que apelan a los supuestos conflictos que podría aparejar la supresión de las distancias culturales y la interacción entre culturas diversas en tanto se las concibe como rígidamente delineadas, pero, sobre todo, como incompatibles entre sí.

Dada esta similitud de efectos, resulta conveniente remitirse a un texto inicial de Balibar, “¿Existe un neorracismo?” (1991), en el que el autor indagaba si el “racismo cultural” constituye efectivamente un racismo novedoso e irreductible a los modelos anteriores, o si se trataría más bien de una simple adaptación al contexto actual en el que avanzadas legislaciones antirracistas tanto a nivel nacional como internacional han deslegitimado el discurso del “racismo biológicista”. La hipótesis inicial es que, en la práctica, ambos tipos de racismo producen las mismas consecuencias (formas de violencia, de desprecio, de explotación) que se articulan en torno a estigmas de la alteridad, sean éstos la portación de determinados rasgos fenotípicos o la portación “naturalizada” de una cultura distinta. En un claro intento por contrarrestar los obstáculos interpretativos que oponen los defensores de definiciones estrechas del racismo, Balibar se pregunta por la importancia de evaluar la raíz de las justificaciones del racismo:

Desde el momento en que en la práctica conducen a los mismos actos, ¿hay que dar tanta importancia a las justificaciones, que conservan siempre la misma estructura (la de la negación del derecho), mientras se pasa del lenguaje de la religión al de la ciencia, o de la biología a la cultura y a la historia? (Balibar 1991, 33).

La respuesta es afirmativa sólo en el siguiente sentido: “no hay racismo sin teoría(s)”, por lo que resulta preciso atender a las justificaciones de los discursos racistas con el fin de desmantelarlas. En el caso del racismo cultural, la teoría justificatoria se apoya en una concepción estática de la cultura que exige, por sus implicancias ético-políticas, una especial atención.

El argumento de la “inferioridad cultural”

F. Fanon representa uno de los intelectuales que con mayor agudeza logró exponer las implicancias subjetivas, corporales y filosóficas del racismo colonial. Además de un intelectual de la négritude con profunda influencia en los movimientos revolucionarios y de liberación del siglo XX, los estudios postcoloniales y el pensamiento crítico en general, se especializó, como médico psiquiatra, en la psicopatología de la colonización y la opresión racial.

Para Fanon, el “racismo cultural” es una “disposición” del sistema colonialista, es decir, un modo de dominación intrínseco al sistema colonial que opera mediante la inferiorización de las culturas “locales” como método de sojuzgamiento. En “Racismo y cultura” (parte de la compilación de escritos Por la revolución africana publicada de manera póstuma en 1965), expone la “acción recíproca” o proceso de mutua identificación entre las esferas de la “raza” y de la “cultura”, que se manifiesta en el viraje desde un tipo de “racismo biológico”, más vulgar y simplista, “que se quiere racional, individual, determinado, genotípico y fenotípico”, hacia “una argumentación más elegante” sobre las diferencias entre colonizadores y colonizados referida al supuesto primitivismo intelectual y emocional de los sujetos inferiorizados. Esta actitud da lugar a una forma de racismo a la que Fanon denomina, justamente, “racismo cultural”, y que provoca efectos devastadores tanto sobre la subjetividad de los sujetos colonizados como sobre las culturas mismas como sistemas de referencia social (Fanon 1965, 39).

En la época y contexto que analiza Fanon, al discurso racista le fue preciso “renovarse y matizarse”. Los argumentos biologicistas, basados, por ejemplo, “(…) en la forma comparada del cráneo, en la cantidad y configuración de los surcos del encéfalo, en las características de las capas celulares, en las dimensiones de las vértebras, en el aspecto microscópico de la epidermis, etc.”, cedieron lugar ante argumentos centrados en “ciertas maneras de existir” que el discurso racista de la potencia colonial consideraría “imperfectas”, apoyado en una sobrevaloración de la propia cultura. En este marco, la doctrina de la “jerarquía cultural” no es más que una modalidad de la jerarquización sistematizada (proseguida de forma implacable), que constituye el eje central de una estructura de poder jerárquica como lo es el colonialismo (Fanon 1965, 38).

La inferiorización cultural acarrea consecuencias destructivas tanto para la subjetividad del colonizado como para las culturas mismas en tanto sistemas de referencias simbólicas de una comunidad. A nivel subjetivo, la destrucción sistemática de las “modalidades de existencia” del sujeto oprimido lo conduce a un estado de “enajenación cultural”. Despojado de todas sus referencias culturales que han sido sistemáticamente denostadas, desacreditadas y hasta censuradas, el colonizado asume una actitud de “imitación” de la cultura hegemónica como respuesta a un proceso sofocante de inferiorización que es descrito por Fanon de manera descarnada:

Habiendo juzgado, condenado, abandonado sus formas culturales, su lengua, su alimentación, sus costumbres sexuales, su manera de sentarse, de descansar, de reír, de divertirse, el oprimido, con la energía y la tenacidad del náufrago, se arroja sobre la cultura impuesta (Fanon 1965, 47).

Las prácticas culturales más primordiales, como el lenguaje, la vestimenta, las técnicas y los modos de expresión fueron desvalorizadas y el sujeto oprimido se convirtió en un “hombre objeto”, “quebrado en lo más íntimo de su sustancia”. La actitud de imitación enajenada constituye un intento de “desracialización” que parece dispensar al colonizado de los estigmas de su condición. En el lenguaje de las políticas oficiales este proceso, que entraña sin dudas una feroz violencia simbólica, es descrito de manera aséptica como “asimilación” o “integración” (Fanon 1965, 47).

Como consecuencia, este estado de enajenación produce un efecto de cohibición sobre las culturas oprimidas. El entronizamiento del régimen colonial no entraña la muerte de la cultura autóctona, sino que aquel persigue como fin estratégico un “efecto de momificación” cultural. Con el fin de dominar y controlar la actividad y el movimiento cultural, la potencia colonizadora frena el dinamismo de la cultura colonizada dejando tan solo rastros de una inercia que refuerza la sensación de agonía y extinción lenta. Esta acción acarrea, asimismo, modalidades objetivantes de relacionamiento con la cultura y de manera “preservacionista” se termina por reprimir los últimos movimientos de la cultura “momificada”, y se manifiestan en “(…) la aparición de organismos arcaicos, inertes, que funcionan bajo la vigilancia del opresor y calcados caricaturescamente de instituciones otrora fecundas” (Fanon 1965, 41). Si las culturas en contextos de libertad constituyen entidades “abiertas, recorridas por líneas de fuerza espontáneas, generosas, fecundas”, el racismo cultural como estrategia colonialista logra extraer de ellas todo rastro de vitalidad. Esta agonía acontece en el marco de una actitud a la que Fanon interpreta como un “pseudorespeto sádico” que encubre una voluntad de objetivar, enquistar y encasillar los universos culturales sometidos, mientras que, como contraparte, la cultura del colonizador resulta privilegiada por la adjudicación de cualidades dinámicas de renovación, expansión e innovación.

El proceso es trágico. La enajenación no es completa. Luego de cursado el extrañamiento de la propia cultura, resurge en el colonizado el sentimiento de estar sumido en una “injusticia agobiante” que lo incita a retornar a la cultura desvalorizada por el sistema colonialista en un estado de éxtasis y arrebato. Pero, como señala Fanon, “no se sufre impunemente una dominación”. El reencuentro con la tradición implica enfrentarse con una cultura en “estado vegetativo” a la que “no le circula ninguna vida” (1965, 49 y ss.). Este retorno, si bien nace de un impulso emancipador, exhibe también las secuelas del colonialismo, pues la cultura “(…) no es nuevamente pensada, tomada otra vez, hecha dinámica en su interior. Es gritada” (1965, 51). Esta revalorización no estructurada, verbal, cobra actitudes paradójicas que se resumen en una valorización extremada de lo anteriormente abandonado. Aun así, esta acción de sumergirse en los cauces profundos de la cultura enquistada es condición y fuente de todo intento de liberación.

El “efecto de retorsión” del racismo cultural

Al examinar el discurso del “racismo cultural” en sus dos versiones (como inconmensurabilidad y como inferiorización) se pone de manifiesto un complejo mecanismo argumentativo al que Pierre-André Taguieff ha denominado como el “efecto de retorsión” del racismo culturalista (1987). El filósofo francés advierte que el que había sido el “punto de ataque” de la lucha antirracista, esto es, la demanda de respeto a la diversidad frente el rechazo racista a la diferencia, es utilizado por el racismo cultural como “punto de apoyo” para la segregación cultural. Este discurso pregona de manera ambigua la necesidad de mantener las distancias culturales apelando a una excusa “políticamente correcta”: la “preservación” de las culturas y sus tradiciones; aunque los fines que persigue distan mucho de un reconocimiento ético a la diversidad cultural.

La “racialización” de los léxicos propios de la cultura (incluyendo la religión, la tradición, las mentalidades etc.) da lugar a una reformulación del racismo que se expresa ya no en términos “biológicos” sino en términos de “diferencia”, ocasionando un desplazamiento desde argumentos sobre la “desigualdad” -expresamente racistas- hacia argumentos “diferencialistas” que abogan por la preservación incondicional de las comunidades “tal como ellas son” -o como deberían haber permanecido. Pese a esta transformación discursiva, el núcleo duro del racismo permanece intacto.

La operación retórica de “retorsión”, tal como la describe Taguieff, consiste en un triple procedimiento que involucra la “devolución y reapropiación” de la postura del antirracismo por el racismo; la “desviación y reconducción” de un argumento adverso para el sostenimiento de la propia postura; y la “autolegitimación y deslegitimación del adversario”, quien resulta desposeído de sus propios argumentos o “desterritorializado” de su propio léxico representativo (Taguieff 2001, 7). En definitiva, el “efecto de retorsión” constituye una “racialización” del bienintencionado “derecho a la diferencia”, transfigurado en un “fundamentalismo de la diferencia”, que, como señala el autor, constituye la forma más aceptable de racismo en tanto es la más “clandestina” (Taguieff 2001, 4-5).

Existen otros tratamientos sobre este “efecto de retorsión” por parte de intelectuales enfocados en la dinámica social y cultural que añaden como elemento central el papel que juegan las nociones estáticas de la cultura en este tipo de discursos. Mencionaremos aquí dos de ellos. En primer lugar, el análisis del “fundamentalismo cultural” por parte del antropólogo argentino A. Grimson, quien equipara ambos fenómenos, racismo y fundamentalismo cultural, en tanto condensan una estructura conceptual y una serie de acciones prácticas que clasifican y jerarquizan a los grupos humanos según características que, se supone, les inhieren “naturalmente”. La concepción que subyace a este tipo de racismo “sin razas” concibe a las culturas como esferas o totalidades claramente distinguibles ilustradas mediante la “metáfora del archipiélago”, esto es, las diversas culturas como un conjunto de islas o territorios incomunicados que representan a la humanidad como un mapa de discontinuidades o universos segmentados (Grimson 2012).

Esta postura, sumamente conflictiva, a menudo es el resultado del punto de vista asumido por los “intérpretes de las culturas” o el “observador social” más que por sus propios agentes. La filósofa Seyla Benhabib (2006) definió a esa perspectiva como la “sociología reduccionista de la cultura”, un tipo de enfoque a través del cual no sólo se piensa la cultura, sino que también se diseñan políticas que la colocan como eje central, y que supone que:

[…] (a) las culturas son totalidades claramente delineables; (b) que las culturas son congruentes con los grupos poblacionales y que es posible realizar una descripción no controvertida de la cultura de un grupo humano; y (c) que, aun cuando las culturas y los grupos no se corresponden exactamente entre sí, y aun cuando existe más de una cultura dentro de un grupo humano y más de un grupo que puede compartir los mismos rasgos culturales, esto no comporta problemas significativos para la política o las ‘políticas’ (Benhabib 2006, 27).

Estos presupuestos, que conforman la clásica “concepción estática de la cultura”, van de la mano de políticas de “preservación” de diverso signo político. Para las posiciones más abiertamente “conservadoras”, las culturas deben “preservarse”, manteniendo segregados a los grupos con el fin de evitar supuestos conflictos aparejados por la hibridación cultural. Paradójicamente, ciertos sectores progresistas comparten los mismos presupuestos esencialistas, aunque con fundamentos distintos: plantean el “preservacionismo” como modo de corregir el daño simbólico ejercido sobre aquellas culturas que son oprimidas. Aunque sus objetivos son a menudo opuestos, ambos recaen en los pantanos del esencialismo cultural, pues “las políticas de la identidad y las políticas de la diferencia se ven afectadas por la paradoja de querer preservar la pureza de lo impuro, la inmutabilidad de lo histórico y el carácter fundamental de lo contingente” (2006, 37).

4. A modo de cierre. Racismo y universalidad

Que el racismo tiene una vinculación con el universalismo constituye un enunciado si no paradójico al menos polémico ya que, en el imaginario habitual, este fenómeno se asocia con un tipo de particularismo extremo. El carácter paradójico del discurso racista radica en su capacidad de operar de manera simultánea tanto en un registro particular como en un registro universal.

El vínculo entre racismo y universalidad adquiere, al menos, tres significados diversos que emergen de un abordaje filosófico del racismo y que aportan unidad analítica a este fenómeno que, como se expuso en los apartados anteriores, exhibe múltiples adecuaciones a contextos de operación diversos:

  • El racismo como fractura de la igualdad universal de la especie humana, significado que revela un “movimiento desintegrador” del racismo;

    El racismo como postulación de modelos antropológicos con pretensión de universalidad, significado que revela un “movimiento extensivo” del racismo;

    El racismo como exclusión epistemológica de la construcción conjunta de universalidad, o lo que podría advertirse como un “gesto de cercenamiento” del racismo.

Podría considerarse que cualquier manifestación o registro del racismo cumple con los aspectos señalados anteriormente, los cuales serán desarrollados a continuación.

El “movimiento desintegrador” del racismo, función primordial del racismo, introduce una fractura antropológica en el género humano que habilita -y a la vez justifica- aquellas relaciones de poder que requieren ser legitimadas mediante la postulación de una “desigualdad naturalizada”. Sobre la base de un tipo extremo de particularismo fragmentario, el racismo fractura la universalidad del género humano escindiéndolo en grupos excluyentes y transhistóricos, entre los cuales existirían diferencias esenciales concebidas e instituidas como jerárquicas (Balibar 1991a, 33)[7]. La postulación de la idea de “raza” cuestiona la universalidad mediante el empleo de métodos “clasificatorios” que operan como premisa de cualquier jerarquización. Ambas, “clasificación” y “jerarquización”, son operaciones de “naturalización”, es decir, “de proyección de las diferencias históricas y sociales en el horizonte de una naturaleza imaginaria” (Balibar 1991b, 91).

Pero a la vez, tal como se mencionó más arriba, el racismo contiene elementos universalistas que constituyen un “movimiento extensivo”, en tanto forja tipos de humanidad ideales pretendidamente universalizables, “universales antropológicos” (Balibar 1991b, 91), que incluyen necesariamente un aspecto de sublimación de una particularidad. El movimiento extensivo del racismo combina un sentido de universalidad -ligado a la validez general- con concepciones particularistas -ligadas a un determinado tipo de ser humano que representa el “ideal humano”. Este mecanismo ambiguo forma parte de una estructura de sujeción que opera de manera fuerte en las lógicas de dominación cultural de corte colonial. De hecho, la teoría decolonial reconoce e identifica este dispositivo paradójico según el cual la construcción unilateral de universalidad deriva en la postulación particularizante de “modelos de humanidad”. El modo de operación consiste en la postulación de un modelo etnocéntrico de ser humano con pretensión de validez universal que establece la “diferencia colonial” entre colonizador y colonizado. Esta diferencia es la fuente del dominio simbólico a partir de la no-correspondencia del colonizado con el modelo antropológico universalizado.

Tal como señala Walter Mignolo en La idea de América Latina (2007):

El modelo de humanidad renacentista europeo se convirtió en hegemónico, y los indios y los esclavos africanos pasaron a la categoría de seres humanos de segunda clase, y eso cuando se los consideraba seres humanos. Se trata de los cimientos históricos, demográficos y raciales del mundo moderno/colonial. En este contexto, la cuestión de la raza no se relaciona con el color de la piel o la pureza de la sangre, sino con la categorización de individuos según su nivel de similitud o cercanía respecto de un modelo presupuesto de humanidad ideal (Mignolo 2007, 41).

La “diferencia colonial” se manifiesta, así, como “inadecuación” de los pueblos racializados respecto del modelo antropológico eurocéntrico y trae aparejada la “sospecha” sobre la plena humanidad de los sujetos colonizados (Maldonado-Torres 2007, 133ss.). Se trata así de un movimiento paradójico de extensión universalizante de una particularidad antropológica, cuyo fin es la ruptura o quiebre de la universalidad de la dignidad e igualdad humana.

Por último, el racismo implica un “gesto de cercenamiento” u oclusión epistemológica. Como consecuencia de la exclusión y la explotación, el sujeto “racializado” deviene apartado de los procesos interculturales de construcción conjunta de universalidad. El racismo no sólo estigmatiza cuerpos, sino que silencia voces y culturas enteras, cuyas tradiciones y modos de interpretar el mundo resultan menospreciadas. La deslegitimación y sometimiento de saberes locales constituye una dimensión epistémica inescindible de la lógica de dominación colonial planteada anteriormente. Esta lógica operó mediante la propagación de grandes narrativas que posicionaron a la cultura moderno-occidental como polo de civilización y progreso. La imputación de “barbarie”, aplicada tempranamente al mal denominado “Nuevo Mundo”, cumpliría un rol fundamental como contracara o faz opuesta en la construcción de “modelos de humanidad”. Los argumentos ligados al “primitivismo”, “salvajismo” y “atraso cultural” de las culturas americanas estuvieron presentes de manera explícita ya en los primeros debates sobre la justicia o injusticia de la guerra de conquista luego de la llegada de la Corona española a América. Desde la perspectiva filosófica de este artículo se subraya este aspecto de la lógica de la diferenciación racial en América latina, que abre un camino posible para el estudio de las asimetrías actuales en la producción, circulación e impacto del conocimiento.

Notas

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[1] Declaración sobre la Raza” (1950), “Declaración sobre la naturaleza de la raza y las diferencias raciales” (1951), “Propuestas sobre los aspectos biológicos de la cuestión racial” (1964) y “Declaración sobre la raza y los prejuicios raciales” (1967), reunidas en la compilación Cuatro Declaraciones Sobre la Cuestión Racial, UNESCO.
[2] Se emplean los términos “cientificista” y “biologicista” y no “científico” y “biológico” para enfatizar el uso o apelación a la ciencia para dar fundamento a una ideología.
[3] Sobre las contribuciones de los intelectuales que integran esta corriente crítica acerca de “raza” y “racismo” en las últimas décadas, ver la compilación Essed, P.; Goldberg, D. (2004) Race critical theories: text and contexts.
[4] Defino “racialización” como la distribución de identidades sociales vinculadas con la idea de “razas”, las cuales determinan relaciones jerárquicas y roles invariables e inamovibles en los procesos económicos de producción, en las relaciones sociales, en la participación política, etc.
[5] Sobre la crítica decolonial al marxismo, se remite aquí a los trabajos de M. Boatca (2011; 2013). La socióloga afirma que la crítica de “eurocentrismo” endilgada a Marx desde varios enfoques teóricos tiene que ver con la centralidad que otorgó a la experiencia europea en el desarrollo del capitalismo y con la interpretación sesgada de los procesos sociales extra-europeos como la cuestión de la racialización colonial.
[6] Castro- Gómez y Grosfoguel exceptúan de este cargo a I. Wallerstein, a quien reconocen haber dado un lugar central en su análisis sobre la constitución del capitalismo a los discursos racistas y sexistas (Quijano y Wallerstein 1992).
[7] El texto de É. Balibar “Razzismo, un altro universalismo” (1991) constituye un antecedente teórico ineludible en la consideración de este vínculo. Importar tabla


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