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Método, crítica y compromiso en antropología: viejos y nuevos desafíos para la investigación desde Latinoamérica
Método, crítica e compromisso em antropologia: velhos e novos desafios para a pesquisa na América Latina
Method, criticism and commitment in anthropology: old and new challenges for research from Latin America
Revista nuestrAmérica, vol. 9, núm. 18, e5513273, 2021
Ediciones nuestrAmérica desde Abajo

Artículos libres

Esta obra podrá ser distribuida y utilizada libremente en medios físicos y/o digitales. La versión de distribución permitida es la publicada por Revista nuestrAmérica (post print). Color ROMEO azul. Su utilización para cualquier tipo de uso comercial queda estrictamente prohibida.

Recepción: 10 Julio 2021

Aprobación: 09 Septiembre 2021

Publicación: 17 Septiembre 2021

DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.5513273

Resumen: En el artículo se problematizan cuestiones teóricas metodológicas del campo antropológico contemporáneo. Con este objetivo, recuperamos elementos vinculados a la tradición crítica de las Ciencias Sociales que considera primordial la actividad de auto-contemplación permanente de las formas ideológicas y de las prácticas científicas en su devenir ético político y real. Desde allí, primero se recuperan y delinean algunos núcleos problemáticos generales que marcaron a nuestra disciplina durante las últimas décadas. Luego, se analiza el alcance que tales problemáticas tienen en el quehacer de antropólogos y antropólogas. Asimismo, se pone atención crítica sobre el enfoque etnográfico dentro de la producción antropológica actual, destacando sus criterios de rigor propios, así como sus contradicciones dentro del campo disciplinar. Finalmente, el artículo recupera una serie de propuestas para pensar la producción de conocimiento en Antropología poniendo el foco en la explicitación de los compromisos del investigador/a y problematizando las relaciones que surgen de su práctica.

Palabras clave: antropología, método, epistemología, crítica, praxis.

Resumo: No artigo se problematizam questões teóricas metodológicas do campo socio-antropológico contemporâneo. Com esse objetivo, recuperamos elementos vinculados à tradição crítica das Ciências Sociais que considera primordial a atividade da autocontemplação permanente das formas ideológicas e das práticas científicas no seu desenvolvimento ético político e real. Daí, primeiramente, são recuperados e delineados alguns núcleos problemáticos gerais que marcaram a nossa disciplina durante as últimas décadas. Depois, é analisado o alcance que essas problemáticas têm no trabalho de antropólogos e antropólogas. Mesmo assim, a atenção é focalizada na crítica no enfoque etnográfico na produção antropológica atual, destacando seus critérios de rigor próprios, assim como suas contradições no campo disciplinar. Finalmente, o artigo recupera uma série de proposições para pensar a produção de conhecimento na Antropologia colocando o foco na explicitação dos compromissos do pesquisador/a e problematizando as relações que surgem das suas práticas.

Palavras-chave: Antropologia, método, epistemologia, crítica, prática.

Abstract: The article problematises theoretical-methodological issues in the contemporary socio-anthropological field. With this objective, we recover elements linked to the critical tradition of the Social Sciences, which considers the activity of permanent self-contemplation of ideological forms and scientific practices in their political and real ethical evolution to be fundamental. From there, we first recover and outline some general problem nuclei that have marked our discipline during the last decades. Then, the scope of these problems is analysed in the work of anthropologists. Likewise, critical attention is paid to the ethnographic approach within the current anthropological production, highlighting its own criteria of rigour, as well as its contradictions within the disciplinary field. Finally, the article recovers a series of proposals to think about the production of knowledge in Anthropology, focusing on the explicitation of the commitments of the researcher and problematizing the relationships that arise from their practice.

Keywords: Anthropology, method, epistemology, criticism, praxis.

Introducción

Se puede describir sistemas de parentesco de una manera muy precisa, muy compleja, sin que se tenga un problema teórico, sin que se tenga algo para resolver (…) Creo que una buena etnografía es una relación balanceada entre una gran masa de observaciones empíricas, que se transforman en datos a partir de una lectura teórica. Todo lo que es muy descriptivo puede ser muy útil, pero no es la etnografía que yo llamaría moderna, que permite el avance teórico de la disciplina (Archetti 1995, 155-156).

En esa entrevista realizada en el año 1993, el antropólogo argentino señalaba como un punto positivo el acrecentamiento de datos empíricos, de “masa etnográfica”, en la Antropología contemporánea. Sin embargo, acto seguido, mencionaba como inútil esa acumulación sin la existencia de miradas teóricas que dieran sentido a los datos. No creía que esa forma “tradicional”, tal como él la menciona, de hacer etnografía, permitiese el avance de nuestra disciplina.

Sobre este punto de partida, a lo largo del trabajo buscamos reflexionar en relación a qué herramientas teóricas, discusiones, perspectivas actuales sobre el objeto de la ciencia antropológica se están abriendo caminos teórico–metodológicos que permitan enriquecer a dichas “etnografías tradicionales”.

Compartimos interrogantes que nos guían en la pesquisa: ¿Cómo se puede enriquecer, a partir del pensamiento crítico, la “mera” acumulación de datos etnográficos en nuestras investigaciones? ¿Cuáles son las técnicas del análisis socio-antropológico que logran complementar el trabajo de campo etnográfico garantizando, a su vez, la tan deseada “legitimidad científica”? ¿Qué lugar ocupa el investigador/a en las prácticas de investigación y la relación de este con su producción?

Queremos dar cuenta de algunos de los efectos metodológicos que conlleva otorgar lugares de privilegio a determinadas líneas epistemológicas y, en todo caso, reflexionar sobre las posibles “alianzas” con variadas herramientas y enfoques que podrían mejorar nuestra tarea. Por cierto, existen trabajos clásicos y algunos más actuales que abordan similares cuestionamientos y resultaron ineludibles para comenzar esta presentación (Achilli 2005; Cardozo de Olivera 2017; Jacorzynski 2004; Krotz 2015; Menéndez 2002; Pasquali 2018; Trinchero 2007).

El trabajo se estructura de la siguiente manera. En primer lugar, realizamos una presentación breve de algunos núcleos problemáticos generales que desde la tradición crítica de las ciencias sociales (Adorno 1978; Crehan 2004; Espinosa 2015; Grüner 1998; Lefrebvre 1997; Ortner 2016; Roseberry 2014; Wolf 1993), permiten re-pensar dialécticamente las prácticas de investigación antropológicas. Y a partir de dichos autores, se plantea el recorrido epistemológico y de método del presente trabajo. Luego, se rescata la importancia de reflexionar sobre el rol de los sujetos investigadores y sus posiciones cambiantes frente al “objeto” de estudio. Por último, planteamos algunas opciones propositivas para pensar las prácticas en antropología desde perspectivas que tomen en cuenta los lineamientos críticos realizados e intenten superarlos.

Conviene mencionar que las reflexiones que siguen son producto del trabajo continuado que venimos desarrollando tanto en prácticas de investigación como de docencia del campo socio-histórico-antropológico[1].

Algunos núcleos problemáticos del enfoque antropológico: revisando la “teoría” de la práctica

Lo que distingue de modo decisivo al marxismo de la ciencia burguesa no es el predominio de las motivaciones económicas en la explicación de la historia, sino el punto de vista de la totalidad (…) El nacimiento de la inteligibilidad de un objeto partiendo de su función en la totalidad determinada en la cual funciona, hacen que la concepción dialéctica de la totalidad sea la única en comprender la realidad en tanto que devenir social (Lukács 1970, 48).

Al proponer concebir los elementos de esta revisión sobre el quehacer de antropólogos y antropólogas como parte de una constelación más amplia, “la constelación que el presente forma con el pasado” (Gordillo 2018, 36), invitamos a entender que dicha propuesta no sólo es un lugar habitado por múltiples acepciones a lo largo de la historia de su construcción, sino que también tiene imbricaciones que están lejos de ser inertes o cerradas en sí mismas. En paralelo, consideramos la dialéctica “no como oposición, sino como relación entre los condicionamientos estructurales de la sociedad y la cultura, por un lado; y las prácticas de los actores sociales, por el otro” (Ortner 2016, 14). Así, las reflexiones que guían esta revisión sobre “la teoría de la práctica”, apuntan a una profundidad de naturaleza múltiple pues se plantea pensar algunos lineamientos metodológicos en la Antropología contemporánea, evitando los reduccionismos y volviendo a dotar de prestigio la importancia del pensamiento crítico en su consecución práctica.

En este sentido, y como fuera advertido, retomamos los aportes de la tradición crítica de las Ciencias Sociales, del cual destacamos, en primer lugar, su carácter relacional dialéctico que “como planeta Wolf (1993), supone conocer procesos que van más allá de los casos separables que se mueven entre y más allá de ellos y que en el proceso los transforman” (Achilli 2005, 16). Esto es, en palabras de la autora: “una perspectiva que rompa con la a-historicidad de aquellas concepciones de sociedad y cultura autorreguladas y definidas en sí mismas, que han sido los límites que han atrapado a mucha antropología” (Achilli 2005, 17). En efecto, la perspectiva dialéctica implica una propuesta de análisis procesual, relacional y sintética; de crítica y de confrontación de múltiples informaciones, tomando a las problemáticas sociales con sus interdependencias y relaciones históricas contextuales. Así entendido, el desarrollo socio-antropológico no se presenta ni lineal, ni progresivo; ni contingente, ni armonioso, sino contradictorio y zigzagueante.

A tal fin, rescatamos las ideas del antropólogo Joseph Llobera (1990) quien afirma que el problema central radica en que el interés por el discurso teórico y macro-social de la disciplina está en plena decadencia y lo que prima, son los problemas micro-sociológicos de descripción y contextualidad. Su propuesta es que se debe “desacralizar el trabajo de campo y su producto, la etnografía”, en tanto existen otras fuentes de información (por caso, la crítica de categorías teóricas, el análisis de documentación histórica, la estadística, entre otros), con igual valor que esta última: “Mientras que el posmodernismo trata de autonomizar lo etnográfico, mi objetivo es subordinarlo al discurso antropológico como elemento necesario, pero ni suficiente ni decisivo de él (Llobera 1990, 139)[2].

En la misma línea crítica, Tim Ingold plantea que la creencia en los hechos sociales como dados sólo por los significados que los nativos de una cultura dan a sus acciones, “es limitativa y no tiene justificación lógica” (2012, 48). Tal movimiento teórico (que fue similar al de la teoría literaria) surgió a finales de los años ‘80 y comienzos de los ‘90, período en el cual la teoría antropológica se volvió muy “auto-contemplativa; una teoría acerca de cómo escribir etnografía” (Ingold 2012, 54). Mientras que para el autor norteamericano, lo importante es que:

La antropología es algo que hacemos tanto en el campo como fuera de él. Y la etnografía es algo que hacemos luego del trabajo de campo, en la tarea descriptiva de la escritura. Por supuesto están relacionadas, y es claro que cada una se puede beneficiar de la otra. Pero son empresas separadas (…) mientras que la etnografía está encargada de la descripción de los diferentes mundos vividos, la antropología es una investigación en las posibilidades y potencialidades de la vida en el único mundo que habitamos. Es, en ese sentido, una disciplina esperanzada (2012, 56).

La situación descrita conlleva a dos cuestiones prácticas, a saber:

  1. 1. Al realizar un estudio etnográfico se debe abordar el fenómeno o proceso particular en relación a una totalidad mayor que en alguna medida lo condiciona. Aunque parezca una obviedad, esta forma de aproximarse a la realidad no requiere, como plantea Rockwell, “que todo estudio sea ‘macro’ y cubra la ‘totalidad social’, lo cual invalidaria en principio cualquier estudio etnográfico”. Más bien, metodológicamente, esto implica “complementar la información de campo con información referida a otros órdenes sociales (…) y buscar interpretaciones y explicaciones a partir de elementos externos a las situaciones particulares que se observan. Es decir, no se harían estudios de casos sino estudios en casos” (2009, 92). Cierto, la antropología se diferencia de otras ciencias sociales por dirigir su interés al conocimiento de procesos que generalmente aparecen como no documentados, informales, familiares (incluso, obvios). Y se comprende que existen en nuestro medio varios estudios que logran realizar esta vinculación entre “los imponderables de la vida real”, como les denominaba Malinowski, y las estructuras de poder que los contienen. Sin embargo, hablamos de una tendencia aún vigente, especialmente en las publicaciones académicas de prestigio, donde predominan modalidades de exaltación de lo que Grüner (1998) denomina “una fetichización de los particularismos”, trabajos micro- descriptivos, que desdeñan el modo relacional de construir conocimientos y de recuperar la “cotidianidad social” que aquí se propone.

    No obstante ello, y siguiendo el análisis de Marcus y Cushman (1998), coincidimos en que las etnografías recientes (denominadas “etnografías experimentales” por los autores), tienen el mérito de haber desmitificado el proceso del trabajo de campo antropológico por cuanto son autorreflexivas y toman al trabajo de campo como “una técnica vital para estructurar sus narrativas de descripción y análisis” (172). Es decir, tales trabajos han ayudado a estimular una perspectiva crítica más aguda sobre la escritura etnográfica en sí misma. Ahora bien, estas etnografías experimentales se caracterizan por “ser textos muy personalmente escritos” y en algo “se asemejan al patrón clásico del desarrollo de los textos literarios” (173).

En este punto, otra cuestión que observamos como relevante es la necesidad de complementar la investigación etnográfica con un proceso de construcción teórica simultáneo a la investigación empírica. Es decir, la importancia de “conceptualizar la misma noción de cotidianidad social” (Achilli 2005, 19). Sin dudas, existen conceptualizaciones de lo cotidiano y las mismas conllevan consecuencias metodológicas ineludibles[3]. Apuntamos, en todo caso, a revalorizar la necesaria conceptualización del “objeto”, propia de la selección y observación que realiza el investigador/a en su trabajo de investigación. Pues, tal como plantea Rockwell (2009): “La etnografía que mejor expresa y da cuenta de las relaciones y los procesos particulares que se estudian es consecuencia del trabajo teórico y no de la ‘materia prima’ para empezar a hacerlo” (48). Desde luego, la etnografía se propone conservar la complejidad del fenómeno social en la riqueza de su contexto particular. Pero, vale preguntarse: “¿será necesario que el tamaño de la unidad empírica que delimita un estudio etnográfico defina también los límites teóricos de la investigación?” (64). Consideramos que no.

Por tales razones, insistimos en rescatar esta idea: la posibilidad de reconstruir la estructura o los procesos históricos de una sociedad está dada por la construcción teórica de los conceptos utilizados en el análisis de los datos y no por la naturaleza o distribución de los mismos (Trinchero 2007). Asimismo, apuntamos a poner en relieve que la etnografía no es solo trabajo de campo, es producto de un proceso analítico. “En la etnografía, la objetividad es también una tendencia relativa del proceso de análisis, un logro que debe más a la consistencia y coherencia del trabajo conceptual que a las condiciones de la percepción primaria en el campo” (Rockwell 2009, 67).

Finalmente, observamos una tercera problemática del quehacer antropológico, especialmente en el terreno de América Latina, y se trata de la crítica al eurocentrismo que lleva en ocasiones a condenar todo lo europeo (conceptos, teorías y autores) y, paralelamente, a la reivindicación del lugar de enunciación, pretendiendo un retorno a las epistemes prehispánicas o indígenas (Urrego 2018). Al respecto, podemos decir que, en primer lugar, la humanidad se mueve con unos conceptos que aunque originados en una experiencia histórica específica, sirven de medio de acción a los diversos pueblos. “Por ejemplo, ‘democracia’ y ‘ciudadanía’ han movilizado millones de personas en el mundo y no podríamos decirles a las mujeres que a lo largo de los últimos siglos han luchado por sus derechos civiles –el voto, por caso– que la ciudadanía es una construcción colonialista e imperial” (Urrego 2018, 215). En segundo lugar, los conceptos, como los signos, son campos de batalla, y alrededor de ellos se enfrentan las clases y sectores sociales en pugna. De manera que no es lógico suponer que “unos señores europeos construyen unas categorías desde los intereses de sus imperios y que estas nociones siempre cumplen la función de someter el Tercer Mundo y que desde estos lugares no hay resignificación, reapropiación, lucha y transformación del lenguaje político” (Urrego 2018, 216). A la par, se debe entender que en la mayoría de los casos, los antropólogos tenemos otras tradiciones intelectuales y que es indispensable la universalidad como punto de partida de toda enunciación y de toda resistencia (nuevamente, urge el retorno a la noción de totalidad)[4].

Lo antes dicho no implica desconocer que nuestro enfoque se inscribe en las denominadas “antropologías del Sur” (Krotz 2015), aquellas que se asemejan a las antropologías generadas y practicadas en los lugares de las antropologías originarias (Europa Occidental y Estado Unidos), pero que debemos considerar como propias puesto que toman préstamos de aquí y de allá “y sin embargo, su tema no es adherirse a determinada escuela antropológica norteña para ser reconocida por ella como su miembro. Más bien, su preocupación es aprovechar un prometedor instrumento cognitivo para analizar de manera crítica las condiciones de reproducción en nuestro medio en relación al objeto y al campo antropológico contemporáneo” (8). Incluso, de acuerdo al autor, la búsqueda de estas “antropologías del Sur” ha implicado un esfuerzo multifacético generando diferentes denominaciones; así, Roberto Cardoso de Oliveira (1988) las llama “antropologías periféricas” mientras que Gustavo Lins Ribeiro y Arturo Escobar (2009) las ubican en el marco de una nueva conformación de “las antropologías del mundo”. De esta forma, se busca superar las asimetrías existentes entres las diferentes antropologías sin caer en un “cosmopolitismo provinciano” ni en un “provincialismo metropolitano” sino buscando establecer diálogos desde una perspectiva “glocal” (Guber 2019; Lins Ribeiro y Escobar 2009). De todos modos, y tal como lo plantea Bartolomé:

Respetar el status epistemológico igualitario de las reflexiones y los imaginarios de las culturas no occidentales no implica un relativismo condescendiente que parta de la primacía de la razón científica de Occidente. Se trata de lo contrario: la conciencia de la diversidad no nos obliga a la búsqueda de una posible unicidad que condicionaría la emergencia de lo múltiple” (2014, 19).

En consecuencia, y dadas estas reflexiones, es válido preguntarse: ¿Por qué existe esa constante exigencia de elevar las cosmovisiones nativas al mismo nivel de las occidentales? ¿Acaso no existen elementos para pensar que cada una es legítima en sí misma en tanto la pluralidad de epistemologías se corresponde con la diversidad de las culturas que la elaboran? En el apartado que sigue realizaremos algunas precisiones analíticas acerca del quehacer contemporáneo de antropólogas y antropólogos que nos permitirán avanzar en pistas para responder dichos interrogantes, y continuar en el análisis crítico objeto del presente trabajo.

La voz nativa de antropólogos y antropólogas

En el marco de esta reflexión, es un punto central la posición que ocupan los investigadores en relación a los “otros” que quieren conocer. Es necesario comprender cómo dicha posición ha ido cambiando a lo largo de la historia y pensar en los roles que asumen, y/o pueden asumir, los antropólogos. Urge reflexionar en torno a nuestro rol de investigador/a, ya que la experiencia y la profundidad del conocimiento que elaboramos, como venimos afirmando, no se basan exclusivamente en la observación directa.

Eduardo Menéndez utiliza el concepto de “situacionalidad” para referirse a la cuestión de la posición cambiante del antropólogo en relación a su “objeto de estudio” y pone énfasis en la necesidad de realizar una reflexión sobre la misma, dado que toda la metodología de la disciplina se construyó en torno a la situacionalidad clásica del antropólogo de países centrales investigando culturas lejanas y primitivas, la cual funcionó como imaginario unificador, sobre todo a partir de la creciente diversidad que fue adquiriendo el objeto de estudio. Sin embargo, señala que existe en la disciplina una “...carencia de reflexiones metodológicas sobre cómo la diferente situacionalidad incide o no en la descripción e interpretación etnográfica…” (2002, 63).

El rol del investigador en la disciplina antropológica atravesó por varios procesos de crítica y problematización (Clifford 1988; Krotz 2015; Guber 2012). Uno de los mayores aportes de Malinowski fue precisamente que su metodología, con el trabajo de campo y la observación participante en un lugar central, permitió romper con la tradición de los “antropólogos de gabinete” quienes basaban sus análisis en informaciones aportadas por distintos agentes de la estructura colonial en contacto con las “sociedades primitivas” (comerciantes, viajeros, funcionarios). De esta forma, el papel del antropólogo en la etnografía, la posición del sujeto, se constituyó como “El primer templo de la antropología clásica” (Jacorzynski 2004: 13). La autoridad del etnógrafo sólo pudo sostenerse a partir de la presencia directa en el campo, en el marco de un paradigma positivista. Sin embargo, un hecho social o histórico no es más o menos “real” únicamente a partir de contar con un testigo que estuvo allí para presenciarlo. ¿Qué significa entonces la presencia del investigador en el “campo”? Actualmente, implica reflexiones que van más allá de la cuestión de la “corresidencia” del investigador en el contexto particular en que investiga, y tiene que ver, en términos generales, con el hecho de que el antropólogo forma parte de modo necesario de la investigación que produce, con todas las consecuencias que ello puede traer aparejado (Quiroz 2019; Gordillo 2018).

Resulta evidente, a su vez, que el aporte de la metodología de Malinowski a la antropología clásica tenía como límite que no ponía en cuestión la función social de la disciplina. En tal sentido, es a mediados del siglo XX que, en estrecha relación con los procesos de descolonización en Asia y África, comenzaron a surgir las críticas más profundas relacionadas al rol del antropólogo, su posición social, su relación con las sociedades que eran su objeto de estudio y los objetivos de su labor. Se cuestionaron las perspectivas eurocéntricas, se denunciaron las situaciones en que abiertamente los/as antropólogos/as habían trabajado al servicio de intereses imperialistas, y se comenzó a proponer la necesidad de construir “antropologías situadas” que contemplen la historicidad y los procesos que constituyeron relaciones de poder y desigualdad, así como las estructuras globales de dominación (Menéndez 2002; Guber 2013; Lins Ribeiro y Escobar 2009).

El cuestionamiento a la antropología clásica, a su vez, trajo aparejado un “estallido” del objeto de estudio en la disciplina. Se comenzó a centrar la mirada en las propias sociedades occidentales, a poner el ojo en clasificaciones y posiciones sociales diversas. Clases sociales, identificaciones de género, partidos u organizaciones políticas, grupos migrantes, campesinos, culturas urbanas y el propio estado y sus instituciones comenzaron a ser analizados a partir de una perspectiva antropológica. Estos cambios no necesariamente llevaron a la superación de análisis esencialistas y exotizantes de los grupos estudiados: los nuevos “primitivos” podían encontrarse, muchas veces, entre los habitantes de una gran ciudad, no ya como portadores de culturas ancestrales, pero sí como grupos con una coherencia interna, un modo de vida particular, muchas veces ajeno o paralelo a los procesos sociales generales del capitalismo contemporáneo (Krotz 2015; Trinchero 2007).

En este contexto de fragmentación disciplinar, el elemento unificador que pasaría a caracterizar y distinguir la disciplina antropológica se constituyó en torno a los conceptos de diversidad y rescate de la “perspectiva del actor”, y a la etnografía como el enfoque metodológico más dotado para dar cuenta de los mismos (Guber 2005). Los sucesivos cambios y crisis que atravesó la disciplina llevaron a que, en ciertos casos, se tienda a una igualación acrítica entre etnografía, técnicas de trabajo de campo y antropología, haciendo que el énfasis en la diversidad de lo social y en la perspectiva del actor pueda soslayar la inclusión de la historia, las relaciones de poder y el rol de los investigadores en el análisis antropológico, o en todo caso a escindir dichos elementos de las experiencias y acciones de los sujetos en el campo. Sin embargo, en las últimas décadas, y con más fuerza a partir del nuevo milenio, comenzaron a surgir distintas críticas a estas perspectivas, enmarcadas a grandes rasgos dentro de las corrientes posmodernas en antropología (Reygadas 2014).

Importa señalar aquí algunas consecuencias problemáticas que puede traer aparejado el énfasis en la perspectiva del actor, también denominada perspectiva “emic”[5], dado que se encuentra en relación directa con la posición y el rol que asumen o pueden asumir los antropólogos en la producción de conocimiento. En efecto, la posibilidad de comprender el mundo social del “otro” en sus propios términos, y de poner en diálogo la ciencia social, junto con otras formas de conocer, comprender y representar la realidad, ha sido un aporte específico de la disciplina y la etnografía. Sin embargo, la potencia de esta perspectiva conlleva a su vez el riesgo de intentar “suspender” o colocar “entre paréntesis” la subjetividad de los y las investigadoras como forma de habilitar un lugar mayor para las “voces nativas”. Creemos que se trata de un riesgo, algo no deseable, porque entendemos que en nuestra disciplina la pretensión de objetividad en las investigaciones no puede confundirse con una ausencia absoluta de elecciones subjetivas en el proceso de elaboración de las mismas.

Para ilustrar la cuestión, nos interesa analizar brevemente y de un modo aproximativo distintos modos de entender el rol del antropólogo frente a su objeto de estudio, para lo cual nos basamos en dos artículos elaborados en las últimas décadas que reflexionan sobre el tema.

En un artículo de amplia circulación en los medios académicos latinoamericanos, titulado “La clase social y su recusación etnográfica”, la antropóloga Claudia Fonseca analiza los alcances, potencialidades y límites que observa en la etnografía como modo de acceso al estudio de las clases sociales y en particular a las clases trabajadoras, empobrecidas o, como denomina la autora, a los “sectores subalternos”. En general, el artículo plantea la necesidad de recuperar e incorporar la categoría de clase social en la antropología latinoamericana para problematizarla a través de un abordaje etnográfico, y esto constituyó un aporte central en un contexto en que la misma se encontraba soslayada en muchos análisis.

La autora reconoce que abreva en “una antropología que se define por el método etnográfico” (Fonseca 2005, 117), y que su preocupación tiene que ver con ciertas dificultades que encuentra en las investigaciones antropológicas que abordan a grupos urbanos de bajos ingresos. Dadas las características del mundo académico, señala, la perspectiva de los investigadores que abordan a estos grupos se encuentra atravesada por “actitudes” propias del sentido común que dificultan su estudio ya que impedirían la posibilidad de que el análisis etnográfico habilite el “hallazgo de elementos que sorprenden la lógica dominante o el sentido común.” (Fonseca 2005, 119). Le interesa, en cambio, rescatar una perspectiva que ponga el acento en los propios actores sociales, y en la cual la teoría y las evidencias respecto a las relaciones generales de poder no subordinen en el análisis el rol activo de los sujetos:

Autores en esta línea (Bourdieu, 1992; Williams; 1977; Sean, 1992; Geertz, 1999) acogen con escepticismo el argumento de que no existe nada nativo que no sea explicado por la influencia de las fuerzas dominantes (o, si existe, ciertamente no es digno de la atención de los investigadores) (Fonseca 2005, 119).

El problema, sostiene la autora, es que las prenociones con que trabajan los investigadores podrían crear una imagen distorsionada de lo que ocurre en el campo. Dentro de este análisis, Foseca sostiene que es un problema para el conocimiento de los sectores urbanos de bajos ingresos el hecho de que los investigadores condenen, valoren negativamente o intenten transformar las situaciones de pobreza. Como resultado:

…surgen actitudes que, a mi modo de ver, dificultan el estudio etnográfico realizado con grupos urbanos de bajos ingresos, 1) No debería haber pobres; 2) si existen pobres, el trabajo del investigador debería dirigirse exclusivamente a remediar su situación, hacerlos ricos y 3) si no es posible mejorar su situación, sólo le cabría al investigador denunciar su explotación por parte de la sociedad dominante. (Fonseca 2005, 121).

Sin embargo, la condena de las situaciones de desigualdad del capitalismo contemporáneo, así como los intentos de superar la misma, son parte de un posicionamiento político que no necesariamente implica un empobrecimiento del trabajo de investigación. En la perspectiva del artículo, en cambio, se propone rescatar la riqueza, la originalidad y las “matrices culturales propias” de las clases empobrecidas pero evitando posicionamientos previos al respecto. En ese marco, la etnografía opera como un modo de convalidación de lo real: si está allí, los investigadores debemos transmitirlo “tal y como es” hacia el público académico, sin incorporar nuestra propia mirada crítica. Nos preguntamos aquí si en su argumentación no se desliza una mirada “neopositivista” que, antes que asumir, problematizar e incorporar a la reflexividad las categorías y apreciaciones de los investigadores, busca suprimirlas como forma de dar lugar a la mirada del actor.

La autora sostiene que su propuesta no implica que las etnografías sean irrelevantes en términos políticos, ya que su politicidad se encuentra de modo intrínseco en la propia herramienta etnográfica, como canal para “dar la voz” a los “nativos” históricamente invisibilizados por las narrativas hegemónicas. Sin embargo, debemos notar que la otredad, sea definida entre los sectores populares, los pueblos indígenas o las poblaciones migrantes, así como sus “voces” existen y se extienden más allá de las inquietudes y enfoques que adopte la disciplina antropológica. Surge así la pregunta de por qué serían los y las antropólogas, y en particular a través de sus etnografías, las personas autorizadas o idóneas a través de las cuales las clases populares pueden expresarse. Más aún, si la antropología es una herramienta para habilitar otras voces, ¿por qué sería esto incompatible con la inclusión en la investigación de las apreciaciones y la mirada del antropólogo?

Creemos que una posible dificultad en este razonamiento surge en términos teóricos de oponer y aislar, por un lado, a las “fuerzas dominantes” y, por otro, a los “elementos nativos” que, a partir de su propia originalidad “surgen” en el campo para ser “hallados” por el etnógrafo. Al perder de vista la perspectiva de la totalidad social, y considerar que las “estructuras” y “fuerzas dominantes” corren por un sendero paralelo a las experiencias y vidas de los sujetos afectados por ellas, se solapa a su vez el hecho de que nuestra materia prima en las etnografías son las relaciones surgidas en el campo que incluyen, como no puede ser de otro modo, la subjetividad y los esquemas de pensamiento del propio investigador. “La etnografía ha demostrado ser un método en el que el dato se construye en una relación dialógica con el Otro” (Oehmichen Bazán 2014, 11).

Cuando resaltamos la importancia de incorporar en el análisis la subjetividad del investigador no nos referimos aquí a la elaboración de etnografías autorreferenciales, centradas casi exclusivamente en las experiencias del antropólogo durante el trabajo de campo, lo que tendió a generalizarse en las etnografías “experimentales” a partir sobre todo de las propuestas metodológicas de Clifford Geertz (Marcus y Cushman 1998, 187). Dicha subjetividad puede ocupar un lugar en el análisis, debidamente situado, pero lo que queremos ponderar aquí son los enfoques teóricos y epistemológicos desde los cuales los investigadores analizan la realidad. Tal como plantea Trinchero (2007), en el contexto actual de desarrollo de la disciplina el distanciamiento del investigador respecto a su objeto de estudio ya no tiene que ver con indagar en pueblos “pequeños, aislados, lejanos y primitivos” que constituyen “El espejo del canon” (25), sino que pasa por un distanciamiento crítico frente al conocimientos que tanto desde la antropología como desde otras ciencias se han construido históricamente de modo hegemónico sobre el objeto. Además de conocer la producción académica sobre un determinado objeto de estudio, imprescindible para comenzar toda investigación, esto exige también un cierto posicionamiento crítico frente a ella que permita discernir e identificar los procesos metodológicos y epistemológicos que operaron en la construcción de esos conocimientos.

Otro modo de encarar el problema del rol del investigador que nos interesa rescatar son las reflexiones del antropólogo mexicano Luis Reygadas (2014), en un capítulo de la obra “La etnografía y el trabajo de campo en la ciencias sociales” (Oemichen Bazán, 2014). Bajo el sugerente título de “Todos somos etnógrafos”, Reigadas plantea que, entendidas en un sentido amplio como descripción de procesos socioculturales, todos los seres humanos tenemos la capacidad de producir etnografías. Con esto no quiere decir, sin embargo, que no existan diferencias y especificidades entre distintas formas de conocimiento, sean científicas o no, pero permite colocar en el centro el interrogante sobre el conjunto de saberes y prácticas que pone en juego la antropología, en tanto disciplina profesional, para elaborar etnografías: cómo y con qué fines se producen etnografías en el ámbito de la antropología y las ciencias sociales en general, qué usos se hacen de las mismas y en definitiva cuáles son las características distintivas de esta práctica. Al entender que todas las personas y sociedades tienen capacidades para explicar y hacer inteligible tanto su propia cultura como otras, puede visualizarse que, de modo inevitable, toda descripción etnográfica se encuentra situada en los marcos históricos y sociales que le dan sentido. Nos permite ver, a su vez, que el “objeto” de estudio en nuestra disciplina también produce y pone en juego sus conocimientos en el marco de las relaciones de campo que luego serán plasmadas en etnografías e investigaciones académicas.

Esta perspectiva no implica, claro está, desconocer las relaciones asimétricas que se establecen entre investigadores y sujetos investigados, sino que es precisamente el modo de problematizarlas y resignificarlas, lo que supone antes que nada, colocarlas sobre la mesa e incorporarlas al proceso de reflexividad. Entre las especificidades de nuestra disciplina, destaca el hecho de que para producir conocimientos la antropología requiere una práctica de contacto entre el investigador y sujetos que no necesariamente son profesionales en el área. Al respecto, sostiene Reygadas, “Lo que ha ido cambiando es la división del trabajo entre el antropólogo y sus sujetos de estudio, las relaciones de poder entre ellos y el valor diferencial que se asigna a sus respectivos saberes.” (2014: 94).

Al colocar el eje en esta relación, esta “división del trabajo” entre antropólogos/as y sujetos de estudio, identifica de modo esquemático dos grandes modelos, uno colonial y uno alternativo, que pueden distinguirse a partir de la mayor verticalidad u horizontalidad en dicha relación. Dentro de la gran variedad de propuestas alternativas, y luego de reseñarlas, el autor rescata la perspectiva de la “igualdad gnoseológica” y las “antropologías colaborativas”, algunas de las cuales analizamos en el siguiente apartado. Entre otras cuestiones, estos modos de abordar la relación ponen el acento en construir vínculos de campos basados en la horizontalidad, el reconocimiento de la validez de una diversidad de formas de conocimiento, como una apertura epistemológica básica para establecer el diálogo etnográfico, sin que ello signifique un abandono relativista de las perspectivas críticas del investigador, y el necesario reconocimiento y cuestionamiento de las relaciones de poder que existen en toda situación de campo. Por último, Reygadas afirma que toda investigación antropológica puede y debe estar sometida a la crítica y la vigilancia epistemológica, más allá de sus condiciones de producción. Esto resulta especialmente interesante, puesto que plantea la inexistencia de antropologías con un estatus cognoscitivo superior a priori. Esto significa que así como se deben cuestionar los centros productores de conocimiento, se debe comprender que una investigación no necesariamente es “mejor” o de mayor “calidad” por incluir más voces nativas, o por ser producida “desde el sur”, o en contextos de neocolonialismo por los propios sujetos que padecen dichos procesos. En palabras del autor:

Si “todos somos etnógrafos”, entonces también todos estamos sujetos a la vigilancia epistemológica y metodológica. No hay garantías de verdad o de valor etnográfico: ni el ser profesionales de la antropología, ni “haber estado ahí”, ni haber hecho trabajo de campo, ni ser miembro de la sociedad o grupo estudiado, ni ocupar una posición subalterna en las relaciones de poder, ni tener una determinada postura ideológico-política (Reygadas 2014, 114).

Estas cuestiones nos remiten a un interrogante fundamental del quehacer antropológico en el continente Latinoamericano, a saber: si los antropólogos y antropólogas contamos con la autorización de “dar la palabra”: ¿Tal hecho invalida que podamos realizar una interpretación crítica o la “puesta en duda” de lo que dicen los “otros” en tanto nativos? A nuestro modo de ver, el sinceramiento profesional, sin condescendencias ni arbitrariedades, permite construir un conocimiento más horizontal. Sin dudas, todo diálogo sólo puede construirse en base al establecimiento de una cierta confianza y sinceridad, y no podemos partir de una “suspensión del juicio” por parte del investigador, porque ello sería faltar a la verdad.

Así pues, y tal como lo señala Eduardo Menéndez, es posible realizar trabajos en los cuales la rigurosidad científica se articula con los posicionamientos políticos de los investigadores. Lejos de ser tratados como pre-nociones de las que nos deberíamos despojar, son parte constitutiva de la reflexividad etnográfica. Tomar partido, entonces, no es de ningún modo contradictorio o conflictivo con la construcción de un conocimiento científico. Sin embargo, a tal fin, se requiere que la reflexión metodológica tenga en cuenta la dialéctica de situacionalidad del investigador, su particular estar “afuera y adentro”. Más aún, por eso, tomar posición se vuelve necesario.

Toda proposición es política, o de cómo investigar “con” y no solo “sobre”

Dados los puntos de análisis ya expuestos, quisiéramos ahora detenernos en propuestas recientes para abordar la relación sujeto - objeto. En este sentido, un primer elemento a tener en cuenta es visualizar que quienes investigamos somos “personas ciudadanas”. Esto implica problematizar responsabilidades que históricamente no fueron tenidas en cuenta en gran parte del desarrollo académico. En la producción antropológica latinoamericana este reconocimiento fue creciendo desde los años 80’ pero tuvo un gran impulso en los últimos años (Cayon, 2018; Jimeno, 2019). Así como se han multiplicado “enfoques críticos”, también han aparecido ciertas visiones críticas de las teorías críticas. Al respecto, Julieta Quiroz afirma: “...tengo la sensación de que involuntariamente nos ha llevado –a muchos de nosotros, al menos- a cierto abstencionismo valorativo artificial e improductivo. A veces la gente termina de leernos y dice: Okay, te entendí, todo complejo ¿Pero vos qué pensás?” (Quiróz 2019, 201). Por esta razón, la antropóloga convoca a “asumir la incomodidad de involucrarnos” (202). Tomando esta preocupación, en las líneas que siguen pasaremos a destacar algunos ejemplos de perspectivas críticas que expresan aportes enriquecedores para pensar el trabajo antropológico de involucrarnos “con” quienes son nuestro “objeto de estudio” y superar la visión de trabajar únicamente “sobre”.

Xochitl Leyva Solano (2018) considera que dicha renovación en torno a la relación sujeto-objeto de la disciplina ha nutrido una serie de concepciones críticas. La antropóloga destaca un amplio abanico en el cual se puede encontrar a la “antropología feminista poscolonial y participativa”, la “antropología dialógica crítica”, las “estrategias de inter-aprendizaje para la inter-comprensión intercultural”, la “antropología social desde la investigación participativa”, la “investigación activista” y la “investigación de co-labor”, como algunas de las más relevantes. A pesar de diversos matices, el punto común de estas propuestas es el planteo de un nuevo compromiso que implica, irremediablemente, un involucramiento y posicionamiento epistémico-metodológico explícito por parte de los antropólogas y antropólogas. Algunas corrientes de este archipiélago proponen que “todo el proceso debe ser realizado con las organizaciones o sujetos, en forma de colaboración y participación colectiva, que incluye desde la formulación del diseño del proyecto, pasando por la recolección de datos y su interpretación y análisis” (Trentini y Wolanski 2018, 160). Tales metodologías buscan hacer de ese trabajo conjunto una “mejor etnografía”, gracias a la posibilidad de producir más y mejores datos a partir de las relaciones que se pueden forjar con ese tipo de compromiso, a la vez que análisis innovadores.

Desde luego, la elección de cada una de estas perspectivas implica desafíos, tensiones y contradicciones que deben resolverse tanto en la práctica como en el plano teórico. Un elemento fundamental en este sentido, es hacer visible las consecuencias de cada elección metodológica (Krotz, 2012). Por ejemplo, desde el Programa de Antropología en co-labor radicado en la Universidad de Buenos Aires se plantea el objetivo de “contribuir a la conceptualización de estas prácticas como un hacer juntos(as) lo que supone para nosotros resaltar su carácter necesariamente contingente, contradictorio, fluido, parcial” (Fernández Álvarez 2016, 12). Es decir, su propuesta implica un modo particular de investigar, pero también de comprender, analizar y escribir (Fernandez Alvarez, 2019), porque el punto de partida es, expresamente, el trabajar con y por las organizaciones con las cuales se relacionan en sus trabajos. Este grupo de antropólogas y antropólogos explora “un modo de hacer investigación abierto a la posibilidad de una producción teórica compartida, lo cual exige correr el riesgo de asumir cercanías y distancias” (Carenzo y Fernández Álvarez 2012, 30). En otras palabras:

Las categorías compromiso y compañera, entendidas articuladamente, caracterizan los modos de vinculación que establecimos en nuestras investigaciones y señalan las definiciones políticas y morales del compromiso de las organizaciones. También revelan cómo moldearon nuestras prácticas de trabajo más allá de las definiciones con las que inicialmente nos acercamos a campo (Trentini y Wolanski 2018, 158).

Tales posturas plantean una relación de compromiso entre el “sujeto investigador” y el ahora, “sujeto” (y no “objeto”) estudiado. Asimismo, estas reflexiones nos llevan a replantear la relación entre investigación y compromiso político. Dado que asumir este elemento relacional:

…realza el valor de un proyecto intelectual, sobre todo cuando facilita el avance del entendimiento de un conjunto de problemas sociales determinados y propone políticas prácticas para resolverlos (…) reconocer que el trabajo intelectual inevitablemente implica una toma de posiciones, explícita o implícita, que en las ciencias sociales, las inquietudes políticas y las esperanzas utópicas pueden ser la mejor inspiración para una investigación rigurosa, y que los hallazgos de ésta posiblemente sirvan y sean del interés de los mismos actores sociales que son los sujetos de investigación. (Edelman 2017, 11-12).

Este posicionamiento, por ejemplo, se encuentra expresado en enfoques de “investigación militante” como los planteados por Hurtado (2016) y Rodrigues Ramalho (2013). En sus trabajos, la militancia es concebida como una experiencia que implica presencia y movimiento en espacios social y políticamente significativos, lo cual posiciona a la persona que investiga ante problemas y preguntas de valor antropológico. De esta forma, la militancia se transforma en un elemento influyente en las relaciones que se tejen ya sea por un compromiso asumido previamente o por transformarse en “militante” durante la investigación. Tal identidad (la militante), habilita ciertas posibilidades así como, evidentemente, cierra otras (Carenzo y Fernández Álvarez 2012). Autores que se definen como militantes, al investigar en una barriada de la provincia de Buenos Aires, aclaran: “esto facilitó nuestra participación en espacios y situaciones donde nuestra presencia, en calidad de investigadoras/es (externas/os), podría haber sido impugnada por algunos de sus participantes, como por ejemplo, en reuniones signadas por tensas negociaciones con funcionarias/os públicos y encuentros con dirigentes de otras cooperativas donde se jugaban definiciones y lealtades políticas” (Carenzo y Fernández Álvarez 2012, 13).

De esta forma, las relaciones establecidas en el marco del compromiso político pueden ser cruciales para realizar investigaciones en Antropología, dado que permiten acceder a territorios de una manera que un “investigador neutral” no podría hacerlo. La militancia política resulta, en efecto, una práctica susceptible de producir experiencias etnográficas y de ser asumida como motor de conocimientos relevantes.

Por consiguiente, rescatamos el trabajo etnográfico “con” quien se pretenda investigar y no solo “sobre” y consideramos fundamental volver a preguntarnos: ¿Cómo, por qué y para quién(es) producimos conocimiento antropológico? Creemos que responder explícitamente estas cuestiones, sin ocultamientos y/o subestimación, implica un deber ético para nuestra disciplina, y un parámetro relevante del quehacer antropológico contemporáneo. Ahora bien, somos conscientes de que trabajar “con” no implica de suyo querer borrar la distancia que muchas veces nos separa de “nuestros referentes empíricos en la investigación”. Sin embargo, consideramos que el compromiso es un instrumento clave para nutrir nuestro trabajo antropológico. Tal como lo afirma la reconocida antropóloga colombiana Jimeno: “Huir o ignorar son siempre opciones. Pero es ineludible resolver la dualidad entre el conocimiento de un proceso o un pueblo, la necesaria inmersión personal, y el entorno de conflicto” (Jimeno 2019, 40). De esta forma, la autora nos habilita a problematizar ejes centrales de planteos que venimos desarrollando:

El compromiso con las condiciones sociales nos importa y nos interpela a la gran mayoría de nosotros en nuestra práctica profesional y por supuesto, también nos limita y hasta encierra en los círculos de la militancia y el activismo. Pero su contribución es que el acercamiento íntimo que es propio del trabajo etnográfico se transforme en complicidad con los sujetos de estudio y esa complicidad puede producir frutos que la sociedad entera puede saborear (Jimeno 2019, 41).

Sin dudas, el compromiso así entendido nos plantea relaciones enfocadas en el deseo de trabajar con los sujetos involucrados en la pesquisa, evitando el tipo de “investigación extractiva” (Leyva Solano, 2018) donde se trabaja sobre un sujeto al que “se le saca información”. Al elegir trabajar/investigar “con” y no solo “sobre”, debemos reconocer y aceptar la apuesta por una construcción dinámica en base a las relaciones que se puedan establecer en cada caso. Esta visión expresa lo contrario a pensar en una “receta antropológica”, donde existan objetivos previamente fijados y estáticos. Más bien, realizar tal elección metodológica representa una orientación general que abre la puerta al desafío de pensar dialécticamente. No obstante, insistimos, no se trata de intentar borrar falsamente las diferencias que realmente existen en todo proceso de investigación científica, sino de buscar cierta “alteridad mínima” (Peirano, 1995; Da Silva Catela, 2016), y de reconocer cierta igualdad (Krotz 2012). En este sentido, Trentini y Wolansky (2018) han expresado cómo en su búsqueda de compromiso profundo y al ser consideradas compañeras en el proceso de investigación, debieron aclarar la importancia de mantener cierta distancia entre los objetivos “epistemológicos” y los objetivos de las organizaciones estudiadas. Esto es un elemento a tener en cuenta en el proceso relacional que implica una investigación: “En este proceso, el compromiso, lejos de ser una metodología de investigación preestablecida, se fue redefiniendo en la práctica a partir de los vínculos, negociaciones e interacciones con nuestros interlocutores” (Trentini y Wolanski 2018, 163).

Finalmente, hasta aquí hemos socializado lecturas críticas de elementos que en el recorrido histórico de la Antropología fueron relevantes pero que actualmente están siendo matizadas y problematizadas en pos de potenciar nuestro trabajo sobre la realidad social. Las reflexiones que hemos compartido buscan dar cuenta de un complejo y enriquecedor conjunto de aportes relacionados a la tarea antropológica en el convulsionado siglo XXI que nos toca atravesar. Como ya fuera advertido desde nuestra introducción, no queremos cerrar ningún debate, ni ofrecer falsas verdades contundentes sino compartir algunos elementos teórico-metodológicos, reflexionados a raíz de nuestra experiencia, y que consideramos potentes para quienes somos constructores y constructoras de la disciplina.

Consideraciones finales

Desde el comienzo del presente artículo hemos analizado algunos problemas de la Antropología contemporánea que parecen ser inherentes al campo disciplinar por estar ligado históricamente al estudio de la cultura, lo cotidiano, la comunidad. A partir de ello, pusimos el énfasis en la siguiente idea: tanto la etnografía como el trabajo de campo son herramientas múltiples y no neutrales. Debemos admitir que están embebidas de concepciones implícitas acerca de cómo se construyen representaciones de la vida social y cómo se les da sentido a partir del diálogo con los actores socialmente situados[6].

En los últimos años el campo antropológico ha sido objeto de algunas críticas derivadas de colocar un énfasis excesivo en la descripción y en el registro a-crítico de las “voces nativas”, producto de la crisis de la disciplina en los años ‘70 y como un intento de evitar el etnocentrismo tradicional. A nuestro modo de ver, tales tendencias utilizan el recurso “emic” para legitimar decisiones teóricas y políticas, que se niegan a ser explicitadas por parte de quien investiga. No obstante ello, señalamos que las recientes “etnografías experimentales'' tienen el mérito de ganar en complejidad y “densidad” de las descripciones, aunque en algunos casos, implican una pérdida en la potencia crítica o “de la resistencia”.

Por estas razones, a lo largo del trabajo se pusieron de manifiesto elementos y propuestas que permiten repensar el quehacer antropológico actual, y constituirse como un elemento central para el análisis de diversas realidades. Asi, en primer lugar, planteamos que se observa y se describe a partir de determinada concepción sobre el objeto, y construir conocimiento significa dar contenido concreto a los conceptos que se elaboran; establecer las relaciones no sólo entre conceptos en abstracto, sino entre los conceptos y contenidos empíricos de un determinado contexto histórico. En segundo lugar, y vinculado a lo anterior, señalamos que es fundamental recuperar la dimensión ideológica en nuestro campo disciplinar. Retomar el concepto de ideología en tanto perspectiva crítica implica que los antropólogos y antropólogas se reconozcan como parte de la sociedad, con posicionamientos, y no sólo instrumentos neutros de “comprensión” o “traducción”.

Finalmente, rescatamos el valioso papel de la etnografía para comprender procesos y prácticas culturales, especialmente a escala cotidiana en la recuperación del conocimiento local y de la memoria histórica, en la crónica de los hechos actuales y en la previsión de caminos posibles de construcción de nuevas prácticas. A la par, planteamos la importancia de dar cuenta de la perspectiva teórico-metodológica desde la cual se hace etnografía, y de la función social del conocimiento que se produce en tanto la Antropología no es solo un estudio “sobre”, sino un estudio “con otros”. Especialmente, en países como los Latinoamericanos, donde la creación de enfoques cuya peculiaridad es un abordaje crítico de la producción de conocimiento: el “Otro” es parte constitutiva y problemática del sí mismo, y ello implica un esfuerzo peculiar de conceptualización y modifica la relación de antropólogos y antropólogas con su propio quehacer contemporáneo.

Notas

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Notas [1] Desde la antropología económica y rural, y la antropología del trabajo los temas que abordamos están vinculados a la conflictividad por el acceso a los recursos de pequeños productores campesinos en áreas de avance del capitalismo agrario; a las relaciones capital/trabajo en grupos indígenas y la organización del sujeto de la economía popular en Argentina y la experiencia de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP). Se pueden consultar en la bibliografia algunas de nuestras investigaciones recientes (Filippi, 2019; Paz, 2020; Sorroche y Schejter, 2021). Asimismo, formamos parte de la cátedra de Antropología Social y Cultural en la Carrera de Historia de la Universidad Nacional de Córdoba.

Conscientes de que nuestro recorrido académico es inicial, reconiciendonos en proceso de formación (la autora cursa su beca pos-doctoral, y los autores la beca doctoral, ambas del CONICET), deseamos agradecer a nuestros directores/as y maestros/as, y a los compañeros/as del equipo de investigación que nos guían con sus lecturas atentas y compartiendo el gusto por los desafíos en la construcción de conocimiento. Desde luego, todos y todas quedan eximidos de las exageraciones, omisiones y/o errores que pueda contener el trabajo.

[2] Vale aclarar que, pasadas unas décadas de las reflexiones de Llobera, nos encontramos con enriquecedores avances en el sentido propuesto por el autor dentro del campo de investigaciones socio-antropológicas. Actualmente, los y las antropólogas comenzaron a etnografiar archivos, buscar documentos, usar series estadísticas y económicas, entre otras. Ampliaremos en esta dirección “interdisciplinar” del quehacer antropológico a lo largo del artículo.

[3] De acuerdo a Achilli, los estudios sobre la vida cotidiana se nutren de dos vertientes teóricas, fundamentalmente: “el marxismo y la fenomenología” (Achilli 2005, 20). Imposible realizar aquí una revisión de las conceptualizaciones más relevantes que diferentes autores y autoras han hecho en cada una de ellas. Empero, podemos actualizar la dicotomía con la reciente formulación de Sherry Ortner (2018), quien observa que a partir de los años ’80 y con el comienzo del Neoliberalismo, nos encontramos con teorizaciones de una “antropología oscura”, esto es, “ una antropología que enfatiza las dimensiones duras y brutales de la experiencia humana” (133), y cuyas bases fueron las obras de Marx y Foucault, entre otros. Y, a su vez, la contracara de estas formulaciones se vieron reflejadas en la “antropología de lo bueno”, obras aparecidas a posteriori y que consideran importante “indagar sobre cómo las personas buscan la mejor manera de vivir aun en circunstancias terribles y hostiles” (139). Finalmente, la autora realiza una síntesis de ambas vertientes, proponiendo una “antropología crítica, de la resistencia” (140). De acuerdo a Ortener, la “antropología de la resistencia, en una gran variedad de formas, está de regreso”, entendiendo el término “resistencia” como los diversos modos compromiso (antropológico) con temas políticos: discusiones de teoría crítica; estudios de etnografía crítica; estudio de movimientos políticos de todo tipo; antropología activista; entre otros; y como “ejemplos de un género etnográfco crítico nuevo e importante, que arroja luz sobre el mundo en que vivimos en la actualidad, revelando su funcionamiento interno” (141).

[4] Algunos de los principales representantes del pensamiento anticolonial y del sur, como José Carlos Mariátegui (2010) y Frantz Fanon (2009) comprendieron esto, y lejos de rechazar y homogeneizar las tradiciones de pensamiento originadas en las metrópolis y los centros de poder, realizaron una reapropiación del marxismo y el psicoanálisis para elaborar un pensamiento desde las colonias (Urrego 2018).

[5] Marvin Harris refiere al término ETIC cuando el análisis sociocultural se realiza través de las ideas del investigador que estudia un grupo social dado, y al término EMIC cuando se trata del intento por ver los procesos socioculturales desde el punto de vista del nativo de una cultura determinada (Harris 1986).

[6] En esta direccion, no podemos dejar de mencionar que comenzamos a escribir este trabajo a mediados del año 2020, con las primeras medidas restrictivas de circulación en Argentina, debido a la pandemia del SARS COVID 19. Hoy, finalizando estas relflexiones y transcurridos dos años de “excepcionalidad” a nivel mundial, regional y nacional, creemos preciso mencionar que este “evento critico” (Lins Riveiro, 2020), supone un gran desafío al momento de realizar nuestros trabajos de observación, y comprension del entramado societal, y los vinuculos entre el capital y e trabajo, tras una pandemia que provocó una crisis económica mundial y acrecentó los problemas de la economía en la mayoria de los paises latinoamericanos. Puntualmente, para quienes reproducen su existencia en las variadas actividades de la economía social, popular, solidaria, comunitaria (sectores campesinos- indígenas y organizaciones sociales con las cuales vinvulamos nuestra labor antropologica), la situación fue de extrema re-adaptación en tanto se cerraron los canales de encuentro para ferias, mercados callejeros, ventas ambulantes, entre otros. Es decir, los trabajadores/as de los mercados llamados “informales”, que típicamente se encuentran en las calles y plazas, en los mercados de cercanía, fueron los más afectados por el cierre de los espacios públicos y, al mismo tiempo, el impacto económico de la cuarentena agravó el problema del desempleo, cuestiones que sin dudas, serán objeto de nuestro analisis en el corto plazo.



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