Rev. nuestramérica, 2023, n.o 21, edición continua, e7898004

Artículo depositado en Zenodo. DOI https://doi.org/10.5281/zenodo.7898004

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Conflicto armado colombiano, campesinado y producción alimentaria

Conflito armado colombiano, campesinato e produção de alimentos

Colombian armed conflict, peasantry and food production

 

Tania Camila Bonilla Riveros

Maestría en comunicación y derechos humanos

Antropóloga e historiadora

Colombia

taniacamila38@gmail.com

 


Resumen: En este artículo se realiza una revisión bibliográfica con la intención de comprender cómo el conflicto armado colombiano ha recrudecido el desplazamiento forzado de los campesinos hacia las ciudades; y cómo este y las políticas estatales han generado disminución en el área sembrada y en la productividad de alimentos, teniendo en cuenta las luchas agrarias de los años 20 y 30, el período de la Época de la Violencia (1948-1958), el recrudecimiento de la violencia insurgente y contrainsurgente de los años 70 y 80, la apertura económica dirigida desde el Estado a partir de 1991 hasta el tiempo presente.

Palabras clave: campesinado; producción agrícola; conflicto armado; desplazamiento.

 

Resumo: Neste artigo é realizada uma revisão bibliográfica com a intenção de entender como o conflito armado colombiano intensificou o deslocamento forçado de camponeses para as cidades; e como esta e as políticas estatais geraram a diminuição da área plantada e da produtividade alimentar, tendo em vista as lutas agrárias das décadas de 20 e 30, o período do Tempo da Violência (1948-1958), o ressurgimento da insurreição e violência contrainsurgente dos anos 70 e 80, a abertura econômica dirigida pelo Estado desde 1991 até a atualidade.

Palavras-chave: campesinato; produção agrícola; conflito armado; deslocamento.

 

Abstract: In this article, a bibliographic review is carried out with the intention of understanding how the armed conflict has intensified the forced displacement of peasants towards the cities; and how this and state policies have generated a decrease in the planted area and in food productivity, taking into account the agrarian struggles of the 1920s and 1930s, the period of the Age of Violence (1948-1958), the recrudescence of the insurgent and counterinsurgent violence of the 70's and 80's, the economic opening directed from the State from 1991 to the present time.

Keywords: peasantry; agricultural production; armed conflict; displacement.

 

 


Recibido: 23 de diciembre de 2022

Aceptado:  26 de febrero de 2023

Publicado: 1 de marzo de 2023



Introducción

Partiendo del hecho de que el conflicto armado colombiano no discriminó a nadie, en cuanto a sus efectos y victimizaciones, se tiene como panorama una compleja red de afectaciones diferenciales y desigualmente distribuidas a razón del sector social, del género, y, de las condiciones socioeconómicas y territoriales. Particularmente, el campesinado y sus organizaciones han sido tildados como bandoleros, guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes, ladrones de tierra y de ganado. Sin embargo, detrás de todas estas categorías delincuenciales, se esconden viejos problemas que desde inicios del siglo XIX atraviesan los territorios rurales en Colombia.

Este ejercicio se desarrolla con la intención de entender cómo el conflicto armado ha afectado al campesinado tanto a nivel territorial, como a nivel productivo y económico. Primero que todo, es importante mencionar que, al hablar del campesinado no se está aludiendo a un sector socioeconómico con una identidad estática. Por el contrario, se alude a él como un sujeto de naturaleza cambiante, adaptativa y heterogénea de acuerdo con las multiplicidades de identidades campesinas existentes en cada una de las regiones, las cuales han experimentado transformaciones a lo largo de la historia colombiana. Pues, los campesinos han desarrollado lógicas de producción y de usufructo de la tierra, del mar o del río. Sin embargo, su relación trasciende estos aspectos, al establecer relaciones emocionales y simbólicas con el territorio, desarrollando un proceso de arraigo y de producción de la territorialidad (Machado, Rodríguez, Briceño, Martínez y Toro 1995). 

Al ser los campesinos sin tierra y sin agua, y los pequeños propietarios los que se encuentran mayoritariamente vinculados con la actividad agrícola, pesquera y las dinámicas ecológicas, éstos poseen conocimientos y relaciones propias sobre las especies vegetales y animales con las que conviven en el territorio, desarrollando un entramado sociocultural particular, asociado de manera dinámica a los vínculos intergeneracionales que traspasan los conocimientos, las tradiciones, las costumbres de generación en generación y a las transformaciones socioculturales que cada generación realiza, de acuerdo con las dinámicas socioeconómicas y políticas propias de cada época. Así, han construido un manejo social, alrededor de los parentescos, la vecindad, el compadreo; redes de relaciones, festividades, conmemoraciones, participación, y valores de solidaridad propias, como por ejemplo el convite o la mano cambiada (trabajo comunitario y solidario).

Tierra, territorio y territorialidad son, entonces, características relevantes en la caracterización del sujeto campesino. Pues su arraigo nutre la configuración de la identidad territorial, personal y colectiva (Salazar y Posada 2017). De allí que, el campo se ha convertido en un contexto contradictorio y dicotómico que ha sido empleado como teatro para la Guerra del cual se han nutrido los diferentes actores armados legales e ilegales.

 

Metodología

Se realiza una revisión bibliográfica sobre estudios del conflicto armado, el desplazamiento y la producción agrícola desde la antropología, la historia, la ciencia política y la economía, con la intención de comprender cuáles han sido las afectaciones del conflicto armado en la productividad campesina, el desplazamiento y la tenencia de tierra.

 

 

Hallazgos

A partir del sobre las discusiones que han sostenido académicos de distintas tendencias y organizaciones sociales se evidencia que el problema por la propiedad de la tierra en Colombia corresponde a un proceso histórico en el que se han enfrentado la gran propiedad (centrada en el latifundio y para el comercio de alimentos, bienes y materias primas a gran escala) y el de la pequeña propiedad (de autoconsumo y producción de alimentos en pequeña escala), viéndose afectados los pequeños y medianos agricultores, quienes han estado sujetos a la destrucción de sus medios de subsistencia (la tierra, sus herramientas de trabajo y de producción) al expropiarles, arrendarles o comprarles sus tierras latifundistas y empresas agroindustriales, convirtiéndoles o manteniéndoles en una posición de subalternos. No obstante, las organizaciones campesinas han desarrollado distintos mecanismos de lucha con el objetivo de mantener su autonomía política y económica.

 

Discusión

La historia social de las transformaciones del mundo rural de Colombia ha sido abordada en torno a la situación de desigualdad económica que traviesan los habitantes rurales; a los conflictos y a las formas de apropiación de la tierra; y, a los procesos de colonización espontánea, por expulsión violenta, armada y dirigida por el Estado (Jaramillo, Mora y Cubides 1989), en los que se ejercen estrategias de apropiación territorial específicas, lo que ha producido morfologías rurales de la estructura agraria y el establecimiento del renglón económico dominante en el territorio, lo que ha legitimado un relacionamiento político, en el que se configuran y profundizan antagonismos, pero también, se ha excluido a los sectores más vulnerables de la sociedad rural y la configuración de un régimen de explotación del trabajo y la naturaleza.

 

Campesinado, tierras, desplazamiento y despojo

Las distintas modalidades alrededor del suelo, la tierra y/o el territorio se han convertido en uno de los motivos para el desarrollo e intensificación del conflicto armado interno, configurando patrones de violencia complejos de corta y larga duración contra los ecosistemas y los productores agrarios que lo utilizan para su sustento diario. Pues, según datos del Registro Único de Víctimas (RUV), en Colombia existen 8 512 383 personas afectadas por el Conflicto Armado, de las cuales, al consultar la cifra a 2019, 8 193 897, o el 96,3 %, corresponde a personas expulsadas por desplazamiento forzado desde un determinado municipio (Ver Fig. 1) (RUV 2019).

Del total de desplazados, el 43 % proviene de siete regiones: Urabá, andén Pacífico sur, Sierra Nevada de Santa Marta, Montes de María, Magdalena Medio, Oriente Antioqueño y Ariari-Guayabero. Los principales destinos son municipios de categoría 6, con menor población y presupuesto (50 % de la población desplazada), el 14 % se desplaza hacia Bogotá y el 12 por ciento a las otras áreas metropolitanas grandes (CNMH 2015).

Del total de DF 3 301 848 son mujeres, 3 130 014 son hombres y 1253 tienen alguna orientación sexual diversa. El 35 % eran menores de 18 años, de las cuales 503 323 menores de 5 años. 977 660 niñas y niños entre los 6 y 12 años y 798 593 adolescentes entre 13 y 17 años. Más de la mitad de las personas DF (3441664) corresponde a adultos entre 18 y 60 años, de los cuales 1 211 286 eran adultos jóvenes entre 18 y 26 años y 2 230 378 adultos entre 27 y 60 años. El 7 % eran adultos mayores al momento de su expulsión, es decir, tenían más de 60 años.



El desplazamiento forzado de los habitantes rurales y el despojo de sus pertenencias son las manifestaciones más evidentes que, “unido a la expulsión que de por sí genera una estructura agraria bimodal y rígida, conduce a una baja eficiencia social de los recursos, acentúa la pobreza, contribuye al crecimiento de las economías informales, genera inseguridad alimentaria a nivel familiar, afecta la formación y el desarrollo capital social, des-estructura relaciones sociales tejidas históricamente, produce desconfianza y cuestionamientos al Estado y sus organismos, reproduce los factores de concentración y desigualdad en el campo” (12).

No obstante,

(…) las cifras sobre la magnitud del desplazamiento forzado en los últimos años varían, ya sean sus fuentes el Gobierno nacional, la Iglesia católica y organismos humanitarios. Estas diferencias se dan no solamente por el uso de diferentes metodologías de registro sino, especialmente, por razones de carácter político referidas o bien a la denuncia sobre las responsabilidades del Estado en los desplazamientos y en las deficiencias de la atención a la población afectada, o bien a los incumplimientos de sus obligaciones constitucionales por parte del gobierno, los cuales condujeron a la Corte Constitucional a calificar al desempeño de la política de atención a las víctimas como “estado de cosas inconstitucional. (Fajardo Montaña 2018, 131)

El fenómeno del desplazamiento forzado, ha vinculado una relación espacial coincidente entre colonización campesina y toma de tierras; como también, a la migración usualmente forzada de campesinos sin derechos de dominio que se concentran en suelos sin vocación productiva, erosionables, sin irrigación suficiente, distantes del mercado interno, y con carencias de infraestructura vial y social (Reyes Posada 2010). En estos escenarios de desplazamientos de poblaciones que huyen de los enfrentamientos, como los que tuvieron lugar en las luchas agrarias de los años 20 y 30, en el período de la violencia (1948-1958), y en el recrudecimiento de la violencia insurgente y contrainsurgente de los años 70 y 80, en migraciones que ocurrieron principalmente en dirección campo-ciudad, quienes, al no encontrar mejores condiciones de seguridad y subsistencia, se redirigen en torno a regiones menos afectadas por las confrontaciones (Jaramillo 1989, 13).

En este contexto, existen un conjunto de factores que explican la relación entre el proceso de colonización y las violencias ejercidas en el conflicto armado contra el campesinado. En primera medida, en Colombia los desplazamientos acontecidos en torno a espacios con distintos niveles de integración regional, han configurado de manera particular un

(…) ciclo “migración-colonización-conflicto-migración”, que traslada a muchos de sus actores, inclusive, a través del tiempo y el espacio, como elementos constantes en el proceso de la colonización y que detrás de ellos lleva y reproduce las estructuras agrarias y las contradicciones propias de ellas, prácticamente a todos los rincones de la frontera agrícola. (Fajardo Montaña 2012, 2)

La siguiente ilustración resume los datos acumulados por la Unidad de Atención Integral de Victimas de Colombia a 2019, en donde se puede reconocer la dimensión del desplazamiento forzado en el tiempo y en el espacio


(Pinilla Guerrero 2019)


Por su parte, en el año 2014, ACNUR manifestó que en Colombia había 6 000 000 de desplazados, siendo el segundo país con mayor desplazamiento interno a nivel mundial, después de Sudán (7,6 millones) (El Mundo 2017). Este fenómeno se ha convertido, como lo señala Aguilera Torrado, en la principal manifestación de la crisis humanitaria que enfrenta el país en medio del conflicto interno que vivimos, pues este tiende a agravarse, privilegiando dinámicas de confrontación violenta y agresión a la población civil (Aguilera Torrado 2010). No obstante, según lo señala la Comisión Colombiana de Juristas, estas cifras siguen subestimando la magnitud del desplazamiento ya que no todas las víctimas de desplazamiento intraurbanos e intraveredales, los causados por los grupos paramilitares y por la Fuerza Pública, los originados por las fumigaciones áreas de cultivos de uso ilícito, se han reportado o registrado (Comisión Colombiana de Juristas 2010).

Aunque se tienen cifras aproximadas sobre el número de víctimas por desplazamiento, aún no se cuenta con el número exacto de hectáreas abandonadas y/o despojadas, ni con un análisis exhaustivo que permita entender cómo se ha reconfigurado la estructura de la tenencia de la tierra a causa de la violencia. Sin embargo, se sabe que uno de los aspectos que facilita la apropiación de tierras y de territorios es la informalidad en la que se encuentran muchos predios habitados por población minifundista, caracterizada como poseedores, ocupantes y tenedores, según la Ley Nacional. El CNMH (2009), señala una fluctuación entre 1,2 y 10 millones de hectáreas, y analizando las cifras que brinda la Comisión de Seguimiento a la Política Pública, señala que, entre finales de 1980 y la primera década de los 2000 se despojaron 5 504 517 hectáreas, el 4,82 % de la superficie nacional.

Adicionalmente, el campesinado se ha enfrentado a múltiples manifestaciones violentas que conjugan características militares, económicas y políticas: compraventas forzadas mediante el uso de un arma; coerción física con movilización de recursos legales ya sean judiciales, administrativos o políticos; despojo a través del uso de la violencia física sobre las poblaciones rurales (amenazas directas e indirectas contra la vida o la integridad física como la violación sistemática a las mujeres por los actores armados o la prostitución forzada a las mismas); destrucción de documentación oficial, como el incendio procurado por Mancuso y Jorge 40 en el Cesar, durante el 2006, de folios de escrituras; despojo jurídico a través de un acto administrativo o judicial mediante el cual las autoridades públicas legitiman las acciones de despojo efectuadas por particulares; la exigencia de vender los bienes a precios irrisorios; ocupación y apropiación de predios del Estado por parte de actores armados (ejército, guerrillas, paramilitares); falsificación de títulos de propiedad y escrituras; embargue y remate de propiedades abandonadas; compra de derechos de propiedad a partir de la adquisición de hipotecas y de deudas; oportunidades y apoyo estatal, principalmente.

En este sentido, de los cerca de 48,3 millones de habitantes a 2018 acorde al DANE (2018), las víctimas del conflicto armado suman el 17,64 %; las personas afectadas por desplazamiento se alzan hasta el 17 % del país. Por otro lado, las fuentes para analizar cómo se ha transformado la distribución de la propiedad rural en Colombia son las encuestas y censos agropecuarios y de hogares, los cuales reúnen los datos a nivel nacional; y, el Catastro Nacional que delimita los bienes inmobiliarios en su extensión geográfica y valor, los cuales se encuentra de manera parcial, discontinua y dispersa (OXFAM 2017). Como la ha señalado Absalón Machado (2009), aunque los catastros rurales que se tienen en el país, como archivos prediales, presentan imprecisiones para determinar la propiedad rural, como por ejemplo, lograr tener con exactitud los predios que posee una misma persona bajo su nombre, éstos permiten acercarse a una idea de lo que ha significado la concentración de la propiedad de la tierra en el país, su papel en la estructura agraria y los conflictos de diferente tipo que se han gestado alrededor de ella (Machado s.f.), siendo las últimas tres décadas las más álgidas al haberse desarrollado los cultivos de uso ilícito, vincularse los diferentes actores armados al narcotráfico, mantener sus intenciones de dominio territorial en diferentes lugares del país (Machado s.f.).

Igualmente, pese a los  intentos del Estado por gravar la propiedad rural, “en 1949 una Misión del Banco Mundial encabezada por Lauchlin Currie hizo el primer acercamiento al tema sin que tuviera éxito su propuesta de imponer tributos a la propiedad rural” (Machado s.f., 1), este no ha logrado establecer los tributos progresivos a la propiedad rural; avanzar en una reformar agraria exitosa, aunque en las décadas de 1930, 1960, 1970, 1980 y 1990 se hubiesen presentado propuestas y proyectos; y, construir elementos para subsanar la desigualdad social que se vive en el campo: los

(…) intentos de reforma agraria que llevan 40 años no han logrado una trasformación significativa en la estructura de la propiedad. El funcionamiento del mercado asistido de tierras está condicionado a la disponibilidad de recursos del Estado para otorgar los subsidios a la compra de tierras, por tanto, su dinámica es lenta. Paralelo a ello, se ha producido una contrarreforma agraria por la compra masiva de tierras de parte de los narcotraficantes y la expulsión de cerca de más de un millón de personas del campo en los últimos 10 años. (Machado s.f.)

Ocasionando, también, la ampliación y disputa de y por la frontera agrícola, así como la fragilidad ecológica de los territorios.

Fenómeno que dio inicio con las leyes de adjudicación de Baldíos en el siglo XIX y que se convirtió en un fenómeno problemático y violento, al enfrentar a terratenientes con indígenas, negros libertos, campesinos y colonos, al punto que a partir de la década de 1920, las luchas que habían sido individuales, se empezaron a organizar mediante las ligas campesinas, sindicatos agrarios y colonias agrícolas en diferentes lugares del país, siendo la zona neurálgica de esta época el departamento de Cundinamarca, especialmente la provincia de Sumapaz, el Valle del Cauca, Santa Marta y la región de la Costa Atlántica, mediante la invasión de haciendas por parte de colonos (LeGrand 1988).

La lucha campesina se tornó más organizada, y, para la década de 1930 las ligas campesinas jugaron un papel fundamental en la adquisición de títulos de propiedad para el campesinado. No obstante, a partir de la década de 1940, la lucha en el campo se intensificó desencadenando el Bogotazo. En 1949, por primera vez, el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, hoy conocido como Banco Mundial, se interesó por recomendarle al Estado colombiano la necesidad de gravar la propiedad rural del país, al considerar que las tierras pagaban impuestos muy bajos y constituían inversiones seguras. No obstante, la Propuesta Currie, así denominada a este proyecto, no fue bien acogida por los grandes propietarios de tierras, expertos fiscales ni los administradores del país, al considerarla como impracticable (Fajardo Montaña 2018).

Al Bogotazo le siguió la Época de la Violencia, período en el cual el campesinado suspendió la lucha por la tierra como mecanismo de supervivencia, ya que muchas familias agrarias debieron huir de sus tierras para defender sus vidas, otras se organizaron en grupos de guerrillas liberales o en autodefensas comunista, al ver recrudecer la violencia (Cordero 2012). Así, “entre 1951 y 1964, más de dos millones de personas emigraron del campo a las ciudades. (…). El promedio anual aproximado de emigrantes del campo a la ciudad fue (…) 150.000 entre 1951 y 1964” (Zamosc 1992).

Fenómeno que produjo un gran rezago económico. Tanto así que, la Muestra Agropecuaria Nacional realizada y recolectada por el DANE en 1954, expuso cómo se encontraba la distribución y uso de la tierra en los 16 departamentos establecidos en ese entonces:

  1. de 800.000 propietarios rurales, más de la mitad solamente poseía parcelas con una superficie promedio inferior a 2 hectáreas y controlaba no más del 3,5% de la superficie ocupada en ese momento; b) menos del 60% de la población activa rural, cerca de 1.200.000 campesinos, carecía de tierra; y c) al mismo tiempo, no más de 25.000 propietarios, el 3% de ellos, monopolizaban el 55% de las tierras utilizables “no trabajadas en su gran proporción o utilizadas solo extensivamente con ganadería o mediante cultivos con aplicación de sistemas medievales”. (Fajardo Montaña 2018, 83)

Ante esta situación agraria, en el marco de la álgida Revolución Cubana y de los movimientos comunistas de la región, con la intención de disminuir el descontento de la población campesina y evitar su filiación con los movimientos comunistas y nacionalistas del país, se proyectó la Reforma Agraria bajo el gobierno de Carlos Lleras Restrepo en 1961. Durante 1960 y 1970 se obtuvieron como datos censales y catastrales: “un crecimiento moderado de la superficie sometida al régimen de propiedad acompañado de una reducción de números de predios” (Machado s. f., 3), pues aumentaron los números y áreas de los predios mayores de 20 hectáreas y disminuyeron, en número y en área, las de menores a 10 hectáreas. Es decir, la reforma agraria no tuvo impacto en la estructura de la propiedad ya que el INCORA “se centró en la entrega de predios entre 20 y 50 has provenientes de baldíos y de compras directas” (Machado s.f., 3); y, que “de las 800.000 familias sin tierra del censo agropecuario de 1970 fueron favorecidas con el 4,36% por el Fondo Agrario Nacional y el 7,9% si se incluye la extinción de dominio” (Fajardo Montaña 2018, 86). Generando la ampliación de la frontera agraria, la cual para “1960 cubría 27.2 millones de hectáreas, las cuales ascendieron a 30.9 millones en 1970” (Fajardo Montaña 2018, 88). Por otro lado, para el año 1973 se calcula que los emigrantes del campo a la ciudad, entre 1964 y 1973, fueron 20 000 (Zamosc 1992).

En este sentido, para finales de la década de 1970 apenas se habían distribuido un poco más de un millón de hectáreas, mientras que ésta finalizaba con el incremento de cultivos para uso ilícito, como la marihuana, la amapola y la coca, dando inicio a la compra de grandes extensiones de tierra en el campo como procedimiento para el lavado de activos por parte de narcotraficantes (Fajardo Montaña 2018), y al desarrollo de ejércitos paramilitares regionales, con el apoyo de grupos de terratenientes, industriales agrícolas y las elites regionales y locales con el fin de protegerse las agrupaciones guerrilleras, controlar el desarrollo político de las regiones, apropiándose de tierras, desplazando forzadamente a muchas familias campesinas, tanto así que el Censo de 1985, realizado por el DANE, mostró que, aunque la población colombiana aumentó de 17.4 a 30.9 millones,

(…) la población rural se redujo de cerca de la mitad a aproximadamente un tercio del total.  El factor que explica esta tendencia es la migración a la ciudad, que alcanzó un volumen de casi cuatro millones de personas entre 1964 y 1985. Los datos sobre la distribución regional de la población rural indican que las áreas más expulsoras fueron las de mayor densidad campesina (zona andina) y las de mayor desarrollo de la agricultura capitalista (valles interandinos). Aunque el grueso de la población rural sigue concentrada en esas regiones, ha aumentado la proporción correspondiente a las zonas menos desarrolladas e integradas. (Zamosc 1992, 39)

Por otro lado, la concentración de la tierra se elevó en esta década, pues,

(…) de las 4400 ha que se habían adquirido en 1981, se pasó a 25 111 ha en 1985, y a 54 704 ha en 1987, cifra no superada desde 1971, cuando se habían adquirido 73 183 ha, para llegar a 96 098 ha en 1992. Esta tendencia se explica por los incentivos que muchos terratenientes y altos funcionarios deseosos de vender predios improductivos encontraban en las mencionadas transacciones. (Fajardo Montaño 2001)

Como lo señaló León Zamosc (1992), un cambio en esta época fue

(…) el aumento de la superficie correspondiente a las fincas directamente operadas por propietarios, que pasó del 76.8% del área total en 1960, al 91.3% en 1988. En buena medida este cambio se debe a los procedimientos de titulación que, al ir legalizando la posesión precaria en zonas baldías, hicieron que la superficie en colonato disminuyera del 11.7% al 1.7% del total. El otro factor importante fue la reducción del área bajo arrendamiento, aparcería y demás formas combinadas, que pasó del 11.5% en 1960 al 7.0% en 1988. (Zamosc 1992, 42)

Aproximación a la distribución de la tierra, según número y tamaño de fincas, 1960 y 1984


Fuente: Machado 2009.


Colombia: Aproximación cuantitativa al sector campesino, 1984


Fuente: Machado 2009.


Este fenómeno se incrementó y se fortaleció a partir de la década de 1990, cuando se intensificó el fenómeno de usurpación de tierras. Según Absalón Machado, entre 1984 y 1996

(…) la gran propiedad se volvió a expandir, la mediana retrocedió y la pequeña siguió fragmentándose; es decir la estructura agraria bimodal se mantuvo e incluso se acentuó con procesos de polarización en la tenencia de la tierra (…). En la frontera agropecuaria incorporada, el número de pequeños propietarios en 1996 ascendió a 2.982.216, el de medianos a 276.789 y el de grandes a 43.524 (incluidos los resguardos indígenas). Entre 1984-1996 todos los estratos de tamaño crecieron en términos absolutos (excepto el número de predios grandes), lo que indica una expansión predial significativa (en algunos casos se trata de mejoras en los registros catastrales). La pequeña propiedad creció más que la mediana, y la grande más que ambas en superficie (Machado s.f., 6)

Estructura de la propiedad por tamaños, 1984-1996. Porcentajes


Fuente: Machado 2009.


Específicamente, en lo que respecta al minifundio, de los 2.299.849 predios menores o iguales a una UAF en 1995 (teniendo en cuenta que el Censo de ese año tenía una información subvaluada por deficiencias de información),

(…) el 96.8% están ubicados en zonas tradicionales de economías campesinas y el 3.2% en áreas de colonización. Los predios minifundistas cubren un área de 9.519.369 hectáreas. Estos predios representan el 82.3% del total de predios rurales y el 15.6% del área identificada por las URPAS con base en información propia y del IGAC. (Machado et al. 1995, 39)


Fuente: Machado 2005.


De manera tal que, el minifundio era “el mayor porcentaje de los predios de zonas campesinas tradicionales” (Machado et al. 1995, 48) y su “tamaño promedio (…) de 4.1 has, siendo para los campesinos de 3.6 y para los colonos de 22.2 has” (Machado et al. 1995, 45).


Distribución del minifundio por Corpes


Ante el de desplazamiento y despojo de tierras masivos, el Banco Mundial señaló que entre 1999 y 2000 Colombia presentaba la cifra más elevada de personas desplazadas del mundo, al contabilizar 3.563.504 personas afectadas, luego de Afganistán, Angola e Irak (Fajardo Montaña 2018). De esta forma, el nuevo milenio inició con un gran índice de hombres, mujeres, jóvenes, niños y niñas despojados y desplazados del campo, pues entre el año 1985 y el año 2000 la población registrada por desplazamiento forzado era de 2 millones de personas, incrementándose, tan solo en dos años en 2,7 millones en el 2002 (Gómez Jiménez 2003). Añadiéndose que

(…) mientras el 10% más pobre de la zona urbana recibía 3,6 veces más ingreso que el 10% más pobre de la zona rural y mantenía constante ese diferencial en el año 2000, en el otro extremo de la distribución, en la zona urbana, el 10% más rico tenía 3 veces más ingreso que el 10% más rico de la zona rural y la aumentó a 3,7 veces en el 2000. (Gómez Jiménez 2003)

Igualmente, sucedió con el nivel educativo, el cual “permaneció prácticamente constante entre 1994-2000 (con aumento del 0.4%), en la zona rural” (Gómez Jiménez 2003); con los ingresos reales, “con un ingreso de 2,8 veces mayor en 1994 en la zona urbana y que aumentó a 3,7 veces en el 2000, y el diferencial urbano-rural del ingreso de los patronos no solo fue mayor en 1994, sino que también de 3,7 veces en 1994 aumento a 5,2 veces en el 2000” (Gómez Jiménez 2003).

La pobreza aumentó durante la transición de la década de 1990 a 2000, siendo sus efectos fueron más notorios entre los sectores campesinos, al punto que, “mientras la población rural del país se incrementaba en un 2,7%, la pobreza rural lo hacía en un 9%, y la pobreza extrema, en un 12,5% en 1994-2000” (Gómez Jiménez 2003).

Por otro lado,

(…) de acuerdo con el mapeo realizado por CODHES (2003) sobre los municipios receptores de población desplazada, los espacios urbanos que para 2003 habían recibido entre 3 mil y 20 mil personas eran: Santa Marta-Cartagena y Barranquilla, Montes de María, Cúcuta, Medellín, Manizales, el Distrito Capital (Bogotá y su entorno), el piedemonte del Caquetá y Cali-Buenaventura. (Fajardo Montaña 2018, 139)


Mapa. Municipios expulsores en Colombia, enero-septiembre 2003


Mapa. Municipios receptores en Colombia, enero-septiembre 2003

Estimado total nacional 175.270


De manera tal que,

la apropiación privada de tierras da un salto extraordinario en los tiempos más recientes con relación a los decenios precedentes. En efecto, se pasa de 22,8 millones de hectáreas en 1970 a 41,5 millones en 1984, lo cual equivale a un incremento del área apropiada de 18,7 millones de hectáreas en catorce años (1970-1984). Pero en los trece años siguientes (1984-1997), la superficie bajo apropiación privada era de 80 millones de hectáreas; esto es, se habían añadido 38,5 millones de hectáreas al stock de tierras que se encontraban en manos privadas.

Para expresarlo en otros términos, la concentración aumentó en este último período (1984-1997); mientras el número de predios en la gran propiedad disminuyó del 1,4% al 1,1% sobre el número total de predios, la superficie abarcada por ésta aumentó del 46,3% al 53,8%, cifra que contiene los resguardos indígenas. La mediana propiedad disminuyó con relación a los predios en casi un punto porcentual, pero perdió 5,7% de superficie. La pequeña propiedad aumenta su participación porcentual respecto al número de predios y pierde en superficie casi dos puntos porcentuales —atomización de minifundios— (Gómez Jiménez, Colombia: el contexto de la desigualdad y la pobreza rural en los años noventa 2003) .

Como se puede observar en el siguiente cuadro de la tendencia a la desconcentración entre 1960-1984:


Cuadro. Índice de concentración de Lorenz


Y en el siguiente cuadro se puede observar las cantidades en la concentración de la tierra entre 1984 y 1996:


Cuadro. Índice de Gini por regiones


Se puede afirmar entonces que, las características que ha presentado la estructura de la propiedad y de tenencia de la tierra en el país han estado determinadas por la dificultad de acceso a la propiedad por parte de pequeños y medianos propietarios, poca generación de empleo en las grandes plantaciones de cultivos y en los hatos de ganadería extensiva, expulsión de población hacia centros urbanos y la frontera agrícola, “un mercado de tierras poco dinámico por la desigualdad en la tenencia, una escasa tributación predial por el poder político de los propietarios en los municipios, en especial de los ganaderos; y, por lo tanto, poca capacidad de los municipios para tener recursos propios que les permitan invertir y promover el desarrollo rural (Machado, La reforma rural, una deuda social y política 2009, 126-127)”.  Afectando, también, al medio ambiente y convirtiendo muchas de las regiones en zonas de gran fragilidad ecológica.

Aunque se reconoce la ocurrencia de violencias basadas en la expulsión sin constitución de delito de despojo, dada la informalidad de la tenencia de la tierra predominante del ordenamiento de la propiedad rural en Colombia, los procesos de colonización crearon relaciones en torno a un equilibrio inestable, en el que, si bien puede existir una asimilación de condiciones desfavorables de subsistencia, la posibilidad de un desencadenamiento violento es latente. El desplazamiento forzado encuentra en los datos oficiales una explicación ligada al conflicto armado, de pobladores “obligados a huir de sus tierras en medio del fuego cruzado, las amenazas y las retaliaciones de los actores armados; el otro perfil que lo complementa, diría que el conflicto armado ha sido usado como instrumento de despojo y desalojo de territorios codiciados por muy variados actores” (Sánchez 2015, 17).

Así pues, este fenómeno sigue siendo recurrente en el país. Al punto que el Censo agropecuario realizado en el año 2014, en el que se registraron 111,5 millones de hectáreas en Colombia, señala el 1% de la población ocupa el 81% de la tierra, mientras el 99% de la población ocupa el 19%; “las explotaciones de menos de 10 hectáreas representan el 81% del total, pero ocupan apenas el 5% del área, con un tamaño promedio de 2 hectáreas. Las mujeres se ven especialmente afectadas por la falta de acceso a tierras. Solo el 26% de las unidades productivas están a cargo de mujeres y sus explotaciones son más pequeñas, predominando las de menos de 5 hectáreas, con menor acceso a maquinaria, crédito y asistencia técnica” (OXFAM 2017); “el 61,4 [se encuentra] a cargo de hombres y el restante 12,6% es manejado de forma mixta” (OXFAM 2017).


OXFAN 2017


La mayoría de las UPAs censadas (el 68%) declararon encontrarse en régimen de propiedad, muy por encima del arriendo (9,6 %), la aparcería (1,5) y otras modalidades” (OXFAM 2017), y el 2% de los municipios del país cuenta con las propiedades formalmente registradas, siendo la informalidad en la tenencia de la tierra uno de los problemas más extendidos.


 

 

OXFAN 2017 


Conflicto armado y producción campesina

La violencia que se ha ejercido sobre los trabajadores agrarios, la cual ha consistido tanto en la agresión física sobre individuos, familias, propiedades y medios de subsistencia; como en la demanda de una estrategia de “descampesinización” del territorio, debido no solo a la enorme cantidad de población campesina desplazada, sino también por la subvaloración que el Estado hace de las luchas y reivindicaciones campesinas (Sánchez 2015), han propiciado transformaciones en las dinámicas de producción de alimentos propias de cada agrupación campesina.

Según el Informe del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, hoy Banco Mundial, de 1949, para ese año la agricultura era el renglón económico más importante para el país, pues “los cultivos ocupaban poco más de 2 millones de hectáreas, en tanto 43 millones de hectáreas estaban dedicadas a la ganadería. Agregando que, este último renglón ocupaba el 90% de las tierras del país, las más fértiles y las más mecanizables” (Fajardo Montaña 2018, 67-68); para el año 1954, cuando el DANE realizó la Muestra Agropecuaria Nacional, se señalaba que “las tierras en pastos controlaban entonces 13.4 millones de hectáreas, equivalentes al 48,4% de la superficie ocupada, para un hato de poco más de 10 millones de cabezas” (Fajardo Montaña 2018), mientras que la superficie cultivada era de 6 053 000 hectáreas, como se señala en el siguiente cuadro:


Tabla. Tamaño de las fincas (1954)

Fajardo, 2018


Por otro lado, el proceso político, económico y social, el cual tuvo al despojo y al desplazamiento como fenómenos concatenados, ocurrido a partir de mediados de la década de 1940, generó la articulación de una gran maza de población a los nuevos cultivos industriales que empezaron a desarrollarse para dinamizar los mercados y propiciar las exportaciones en el auge económico de la segunda post guerra mundial, pues, el Estado colombiano, bajo la política de sustitución de importaciones que rigió la región de América latina en esta época, impulsó estrategias productivas industriales, generando “un crecimiento económico del 6.4%, calificado como el más rápido de la posguerra, lo cual benefició las exportaciones agrarias (Fajardo Montaña 2018, 168-169).

Pobladores rurales de los departamentos de Caldas, Huila, Tolima, Santander, Norte de Santander, hoy, Valle del Cauca, Caquetá, Chocó y en la Costa Pacífica, habían o continuaban migrando hacia otros lugares, generando la desintegración de las regiones campesinas al tener que desplazarse “hacia los bordes de la frontera agraria, como ocurrió en el entorno de la Serranía de La Macarena, otras regiones del “piedemonte”, la Orinoquía, la Amazonía, Urabá y el Magdalena Medio, así como hacia los márgenes de las grandes y medianas ciudades” (Fajardo Montaña 2018, 75).

Así, entre 1950 y 1960 se incluyeron como iniciativas productivas la palma de aceite, aunque ésta ya se estaba sembrando desde 1930 en la Costa Atlántica, Cundinamarca, Caquetá y Putumayo, expandiéndose a partir de 1960 en más de 300 mil hectáreas en el país (Fajardo Montaña 2018). Igualmente sucedió con la caña de azúcar, integrada a la economía de lo que hoy es el territorio colombiano por parte de los españoles en el siglo XVI y a la que se incorporaron procedimientos técnicos de carácter industrial para su molienda entre 1920 y 1930, cuando en el  marco de políticas de fomento, que incluyó políticas de precios, arancelarias, crediticias y de desarrollo tecnológico, se favoreció la instalación de grandes ingenios agroindustriales en el valle del río Cauca para su extracción, sembrándose en “los departamentos de Antioquia, Atlántico, Bolívar, Córdoba, Huila, Magdalena, Meta, Tolima y Valle del Cauca, de 61.600 a 127.889 hectáreas en el período 1960-1978” (Fajardo Montaña 2018, 168).

Asimismo, sucedió con el banano en el Urabá, el cual había sido impulsado a finales del siglo XIX y principios del XX en la región del caribe colombiano, generando álgidos conflictos sociales, económicos y políticos. Debido a dificultades climáticas, los grandes productores nacionales e internacionales de banano se trasladaron al Urabá, una región en el que las contiendas entre grandes ganaderos, empresarios de extracción maderera y las comunidades locales de indígenas y colonos, han sido importantes dadas las cantidades de tierras baldías que se encontraban allí, acentuándose con la producción bananera a gran escala, al mismo tiempo que, se desarrollaron otras economías extractivas y se resguardaban desplazados de diferentes lugares del país.

Para la década de 1970 el área sembrada superaba las 15 mil hectáreas, las cuales convirtieron a Colombia en el cuarto país exportador de la fruta a nivel mundial (…). Al cabo de pocos años, las plantaciones en Urabá habían alcanzado una superficie superior a las 20 mil hectáreas, caracterizándose no solamente por los rápidos avances técnicos de la producción sino también por la violencia de las relaciones de las empresas y las autoridades con los trabajadores y la población local; múltiples violaciones de los derechos humanos y sindicales han sido denunciadas por diferentes organizaciones humanitarias. (Fajardo Montaña 2018, 163-164).

Durante la década de 1950-1960, la mayor parte de la superficie agraria correspondía a las zonas planas del país, donde prevalecía la producción ganadera y, en menor medida, arrendatarios y aparceros con contratos en plantaciones o fincas de café, o, en fincas campesinas de pequeña producción familiar en la que se sembraban cultivos de papa, maíz, fríjol y caña panelera, así, por ejemplo, los hatos de la Costa Atlántica

retrocedían ante nuevos cultivos de caña de azúcar, arroz, algodón y plantas oleaginosas, que eran emprendidos por los terratenientes mismos o por arrendatarios capitalistas. El surgimiento de estos enclaves de producción agrícola en gran escala implicaba, no solamente una mayor demanda de trabajo asalariado, sino también los inicios de un proceso de fuerte capitalización en torno al uso de insumos, maquinarias y nuevas tecnologías (Zamosc 1992, 37-38).

Por su parte, para finales de la década de 1970 y principios de 1980, se incrementaron los cultivos para uso ilícito como la marihuana, la amapola y la coca. Si bien la llegada de los cultivos de marihuana iniciaron en la década de los sesenta y setenta en áreas como la Sierra Nevada de Santa Marta y el Guaviare, promovida por redes de tráfico que se consolidaron con anuencia de los Cuerpos de Paz de los Estados Unidos y élites regionales en el país, siendo una de las principales áreas de salida de embarques de marihuana y coca el golfo de Urabá que conectaba con distintas zonas de producción, en particular del departamento de Córdoba (Fajardo Montaña 2018), a finales de esta década, redes de traficantes expandieron la semilla de coca y el conocimiento del procesamiento de la pasta base sobre el sur del país, la cual llegó a suplir y resolver, de manera parcial, el empobrecimiento crónico del campo colombiano, carente de las mínimas condiciones de formalidad y de inversión social.

La expansión de los cultivos de uso ilícito en el país refiere a la expresión de las restringidas alternativas de movilidad social y reproducción material e inmaterial campesina. De manera tal que, nuevos procesos migratorios y nuevas regiones de cultivos de uso ilícito se extendieron por el país, entre el Cauca, Nariño, la Amazonía, la Orinoquía, el sur de Bolívar, Córdoba, Antioquia, el Pacífico y el Catatumbo, utilizando la reproducción de la familia rural, que depende en gran medida de la mano de obra de sus miembros familiares.

Suscitando casi que de manera inmediata, el rápido y voluminosos enriquecimiento y ascenso en los niveles de consumo y de poder económico y político para los sectores asociados a esta actividad; así, como la asociación con sectores de los poderes tradicionales, relacionados con la gran propiedad terratenientes, reforzándose la concentración de la propiedad agraria “con la ampliación de las inversiones de los capitales del narcotráfico como procedimiento para el lavado de activos” (D. Fajardo Montaña 2018, 95), que se invirtieron en la modernización de hatos ganaderos y empresas agroexportadoras, como grandes extensiones de cultivo de banano, palma de aceite y plantaciones forestales, así como también grandes exploraciones petroleras (Fajardo Montaña 2018).

Aunque diferentes académicos e instituciones han querido establecer las cifras reales relacionadas con el narcotráfico, teniendo en cuenta las áreas cultivadas, la hoja cosechada y los productos del procesamiento, como pasta básica, base de cocaína y cocaína pura, de acuerdo con las variaciones por regiones, variedades cultivadas, condiciones climáticas y técnicas utilizadas; así como las toneladas comercializadas y el dinero obtenido de estas transacciones económicas, no ha sido posible lograr obtener un dato o cifra real dada las condiciones de ilegalidad por el que transita esta práctica económica.

La producción de amapola –para la transformación en heroína- la marihuana y la coca –para la obtención de cocaína- provocó, en algunos lugares de manera paulatina, en otros, de manera acelerada, el desabastecimiento de productos agrícolas y el arribo de nuevas personas desde diferentes territorios colombianos a las comunidades donde se producían. La producción de alimentos desde entonces empezó a disminuir velozmente:


Tabla. Coeficientes de la producción nacional para grupos de productos, 1960-1987

(promedios quinquenales)

Fajardo, 2018


Igualmente,

entre 1970 y 1988 el volumen físico y el valor real de la agricultura campesina registraron tasas de crecimiento promedio anual de 3.5% y 3.7% respectivamente, mientras que las tasas correspondientes a la gran producción empresarial fueron de 5.3% y 4.3%. (…) [lo cual] confirma la tendencia general hacia una sensible disminución de la importancia de la economía campesina, que había tenido una participación superior a la mitad del valor total en 1960 y que bajó a algo más de un tercio en 1988 (Zamosc 1992, 45).

Cambios que afectaron durante la siguiente década, ya que, a partir de los años de 1990, Colombia experimentó una fuerte disminución en la producción de alimentos, debido a que gran parte de las tierras que habían sido usurpadas se destinaron para la ganadería extensiva y para el narcotráfico. Pues, según el Banco Mundial, “en 1990 la producción agropecuaria del país representaba el 16.7% del PIB total, las manufacturas 20.6%, la minería junto con la producción de electricidad, comercio y transporte 17.3% y los servicios 45.4%.” (Fajardo Montaña 2018, 197).

Se ha tratado de un proceso acompañado por el desplazamiento forzado de las comunidades campesinas, sumándose, el fenómeno climático del niño, las políticas diseñadas y dirigidas por el Estado diseñadas con un sesgo financiero y las consecuencias del conflicto armado, como el desplazamiento forzado. De acuerdo con estos parámetros políticos para el campo, “entre 1990-1992 y 1995-1997 las cifras sobre las áreas cultivadas disminuyeron de 4.900.000 a 4.261.000 hectáreas (…), el área cultivada en 1990 era de 3.739.200 hectáreas con un descenso a 3.069.000 en 1997” (D. Fajardo Montaña 2018, 160), lo cual ha significado la disminución en la oferta de alimentos de consumo directo, queriéndose resarcir mediante transacciones con otras naciones. “En 1991, Colombia importó un millón de toneladas de bienes de origen agropecuario por valor de US$500 millones [y] en 1996 las compras en el exterior sumaron 5 millones de toneladas por US$1600 millones” (Fajardo Montaña 2018, 161). 

Cifras que exhiben el problema tanto de la estructura agraria como de la estructura productiva, pues el 24% de la tierra total se usa para agricultura, aportando el 63.4% del valor de la producción, mientras la ganadería bovina sobreutiliza los suelos, siendo la actividad más extensiva en el país, y tan solo aporta el 26.6% del valor de la producción.


Cuadro. Uso del Suelo según tamapos de PMS. 1995

Machado, 2009


El nuevo actor político, económico y social del narcotráfico tenía muchos recursos provenientes de su actividad ilícita iniciada a partir de 1970. En este sentido, “entre 4 mil y 6 mil millones de dólares anuales venían siendo legalizados mediante reformas fiscales y canalizados a través de la compra de extensas propiedades rurales y de inversión en la construcción” (Fajardo Montaña 2018, 146), agudizando el problema de la concentración de la propiedad agraria, incrementando los costos de producción de los bienes agrícolas y reduciendo su participación económica en los mercados internacionales, igualmente “se ha producido el acelerado crecimiento de la frontera agraria, la cual se expandió en un 30.2% entre 1984 y 1994, al pasar de 35,4 millones de hectáreas en 1984 a 50.7 en 1996” (Fajardo Montaña 2018, 134-135).

De esta forma, uno de los grandes impactos entre las familias y organizaciones campesinas ha sido la disminución y desaparición de cultivos, pues se dejaron de sembrar 700 mil hectáreas de productos alimentarios: “en 1990 se sembraron 2,5 millones de hectáreas de cultivos semestrales y 1,2 millones en permanentes, en tanto que en 1997 las siembras fueron de 1,6 millones de hectáreas en semestrales y 1,4 en permanentes. En estos últimos, los incrementos anuales más importantes fueron los de las frutas (8,5%), palma africana (6,9%), caña de azúcar (5,5%) y banano (3,7%)” (Fajardo Montaña 2018, 112).

Adicionalmente, mientras que las fincas menores de 5 hectáreas, las cuales equivalen al 46,8% del total de las fincas y que controlan solamente el 3,2% de la tierra, destina a usos agrícolas el 38,6 por ciento de su superficie; las mayores de 200 hectáreas, equivalentes al 2,8% total de las fincas y que controlan el 39% de la tierra, solamente destinan el 2,5% de su superficie para usos agrícolas. Por otra parte, en Colombia se destinan aproximadamente 13 000 hectáreas para plantaciones de coca, de 10 000 a 12 000 hectáreas para amapola y de 8000 a 10 000 marihuana (Fajardo Montaño 2001).

En la década del 2000 los pequeños productores agrícolas estuvieron marginados del crédito y sin subsidios, pues apenas contaron con el 6%del crédito total de Finagro, mientras que en el año 2002 las importaciones de alimentos ascendieron de 5 millones de toneladas (Fajardo Montaña 2018). En lo referente al narcotráfico, las cifras que se estimaron hacia el año 2000 se encontraban alrededor de 4 mil millones de dólares anuales, “con lo cual estaríamos hablando de una cifra que representaría algo más de una tercera parte de las divisas generadas por las exportaciones totales del país o alrededor del 5% del PIB” (Gómez Jiménez, Colombia:  El contexto de la desigualdad y la pobreza rural en los noventa, 2003), lo cual ha contribuido en la modificación de la estructura agraria del país, al tener una fuerte incidencia desde en los procesos de concentración de la tierra en pocas manos, una inversión masiva en compra de tierras y reforzar el uso del uso ineficiente al sustraerlo de su potencial agrícola.

Así, mientras la distribución porcentual de la tierra se ha incrementado de 1960 a 2014, la importación de productos agrícolas ha sido gradual, como se observa en el cuadro:


Tabla. Distribución porcentual del área según tamaño (1960-2014)

Fajardo, 2018


Tabla. Exportaciones e importaciones productos agropecuarios y agroindustriales 2010-2015

Fajardo, 2018


Igualmente, el Censo del 2010 arrojó que de las 11.5 millones de hectáreas, 43 millones de hectáreas (38,6%) tienen usos agropecuarios: 80% se encuentran dedicados a la ganadería y el 20% a la producción agrícola (OXFAM 2017). De esta última el 75% de la superficie total cultivada se dedica a la producción de cultivos agroindustriales como el café, la palma de aceite y la caña de azúcar (OXFAM 2017); el 16% está sembrado con cereales, hortalizas, verduras y legumbres. Siendo el campesinado el responsable de buena parte de la seguridad y soberanía alimentaria del país: la economía campesina aporta el 70% de la producción del maíz, el 89% de la caña panelera, el 80% del fríjol, el 75.5% de las hortalizas y 85% de la yuca (Grupo de semillas 2011).


OXFAN 2017


OXFAN 2017


En este sentido, la concentración de la tierra se traduce a su vez en la falta de acceso a tierra por parte de la mayoría de las comunidades rurales o campesinas y en la microfundización, así como también en la participación del sector agropecuario, pues en el período 1945-1949 el sector agropecuario tenía una participación del 40% en el PIB total; para 1960-1964, esta participación se redujo al 30%, al 17% en 1990 y al 11% en 2000 (Fajardo Montaña 2018, 160-161).

Por otro lado, en el transcurso del siglo XX y lo que va del XXI no se ve una mejoría significativa en las condiciones de vida de los campesinos colombianos, como lo demostró la Encuesta Nacional de Calidad de Vida de 2011, más de 800.000 hogares rurales dedicados a la actividad agropecuaria no tienen tierra bajo ningún concepto. Este es el dato que maneja como referencia el Decreto 902 de 2017, el cual reglamenta el Fondo de Tierras y otros componentes de la Reforma Rural Integral del Acuerdo de Paz de La Habana. En cuanto al microfundio, la información del más reciente Censo Agropecuario indica que el 70.5% de los predios o unidades productivas tiene menos de 5 hectáreas y ocupan apenas el 2,7% del territorio.

Por otra parte, documentos como el informe de la Misión para la Transformación del Campo (o “Misión Rural”) confirman las enormes brechas que vive el campesinado en términos sociales y de garantía de derechos, a pesar de algunos avances recientes. Según este documento, el Índice de Pobreza Multidimensional (IPM) presenta grandes brechas entre las cabeceras municipales y el área rural, así como entre ciudades grandes y municipios. Mientras en las cabeceras de las ciudades las personas en condición de pobreza de acuerdo con IPM están por el 18.8%, en el área rural dispersa está en el 59.1%, un porcentaje tres veces superior. El IPM es un indicador muy importante, pues reúne varios temas como acceso a salud, educación, agua, desempleo, etc. La pobreza monetaria o medida por ingresos tiene un comportamiento similar, en la cabecera de las ciudades es del 20.9%, mientras en el área rural dispersa es casi del triple, 55%.


Pobreza multidimensional y por ingresos según categorías de ruralidad

Fuente de la Misión Rural


La pobreza subjetiva sigue el mismo patrón. El 28.1% de los hogares urbanos se consideran pobres, mientras el 58.1% en las zonas rurales se considera en esa condición (DANE 2018).

La encuesta de Calidad de Vida de 2018 (DANE 2018) confirma las brechas en el acceso a servicios públicos. La cobertura de acueducto en las cabeceras es del 97.2% y del 51.1% en las zonas rurales; el alcantarillado tiene una cobertura del 92.4% en las cabeceras y de apenas el 12.6% en el área rural. En las zonas rurales el 46% de los hogares cocina con leña, mientras en las ciudades el combustible más común es el gas natural (80% de los hogares), al cual solo tienen acceso el 8.4% de los hogares rurales. La afiliación a pensiones en las zonas rurales es del 44.2% en las cabeceras y de tan solo el 14.1% en la zona rural.

Por otro lado, el Censo Nacional Agropecuario ofrece información sobre los “productores agropecuarios, aunque no puede equipararse exactamente con la categoría “campesino/campesina”, puede aproximarse en la mayoría de los casos y que corresponde a                 2 713 508 personas, de los cuales el 26,7 % reside en zonas rurales. Esta medición permite caracterizar problemas como el envejecimiento de la población campesina, pues la mayoría de los productores está entre los 40 y 54 años. En cuanto al nivel educativo, el 18,7 % de los productores residentes no tiene ningún nivel educativo, mientras para más de la mitad de esta población el máximo nivel alcanzado es el de educación básica primaria. El 16,8 % mayores de quince años no sabe leer ni escribir (DANE 2016).

Por último, es necesario señalar que, uno de los factores estructurales a tener en cuenta en el análisis de los derechos de las mujeres campesinas es la precariedad de su relación jurídica con la tierra. Si bien las mujeres desarrollan tareas de cuidado que tienen un valor y aportan al desarrollo económico, estas no se reconocen como un aporte que contribuya a general plusvalía o a considerarles propietarias. Solo el Decreto 902 de 2017 estableció que las labores de cuidado debían ser tenidas en cuenta en el análisis de los hechos constitutivos de posesión en procesos para adjudicación de tierras.

Las mujeres acceden a la tierra por medio de herencia o matrimonio en su mayoría, y esta relación con sus predios no suele estar registrada ante ninguna autoridad, lo que las expone a riesgos profundos en caso de vivir despojo o desplazamiento. La relación jurídica con la tierra de las mujeres, además de ser un derecho, es un derecho, es también una herramienta de protección que permite reclamar derechos ante eventuales arbitrariedades, y en ocasiones se convierte en un requisito para acceder a subsidios, créditos, y demás programas que favorecen la producción agraria. Muchas de estas subvenciones piden como requisito contar con un predio, al menos en calidad de tenedora permanente, para poder desarrollar las actividades productivas. Las mujeres no tienen forma de probar su relación jurídica con la tierra, o al menos la posibilidad de tener uso y goce con vocación de permanencia, se pierden de estos beneficios.

Pese a que la Ley 820 de 2003 (Ley de Mujer Rural) establece una serie de medidas de apoyo a las mujeres campesinas, algunas de ellas requieren tener acceso a la tierra para beneficiarse de ello. Afortunadamente se ha venido avanzando en la eliminación del requisito de la propiedad para acceder a algunos beneficios, pero el acceso de programas de adjudicación de predios baldíos de la nación sigue siendo extremadamente complicado para las mujeres rurales, en particular desde la liquidación del INCODER.

Por otro lado, en el proceso de restitución de tierras, se ha logrado que los jueces de restitución hagan titulación a ambas cabezas del grupo familiar y no solo a los hombres. Al mismo tiempo, el programa de mujeres de la Unidad de Gestión y Restitución de Tierras, ha promovido que las dificultades en la prueba de la relación jurídica de las mujeres con la tierra sean tenidas en cuenta en la fase administrativa de la restitución, y el nivel de exigencia de esta prueba tenga en cuenta el contexto.

Sin embargo, no muchas mujeres campesinas tienen acceso a esta información y continúan creyendo que, sin un certificado de libertad y tradición de su predio, no tienen posibilidad de participar de ningún proceso, sea de adjudicación o de restitución de un predio.

 

Conclusiones

Como se ha demostrado a lo largo de este trabajo, el problema por la propiedad de la tierra es un fenómeno social, económico y político de gran envergadura en Colombia. Es en los campos colombianos donde la desigualdad social presenta los índices más altos, en donde los actores armados se han ensañado contra la población, en donde la concentración de la tierra en pocas manos día a día ha aumentado de manera dramática.

Ha sido un proceso histórico en el que se han enfrentado dos modelos económicos contrapuestos: la gran propiedad (centrada en el latifundio y para el comercio de alimentos, bienes y materias primas a gran escala) y el de la pequeña propiedad (de autoconsumo y producción de alimentos en pequeña escala). No obstante, estos dos modelos económicos contrapuestos no corresponden a diferentes sistemas económicos. Por el contrario, ambos son fruto de la contradicción estructural del capitalismo que produce coetáneamente concentración de riqueza y expande la pobreza y la miseria. Así, los pequeños y medianos agricultores se han visto sujetos a la renta de la tierra al capital, la lógica del capital, la generación de riqueza para la concentración de la misma.  Es un proceso en que la destrucción del campesinado, mediante la expropiación, el arrendamiento o la compra de la tierra para que el latifundista o agroindustrial pueda comprar más tierra y trabajo asalariado, es una ficha Sine qua non para el mantenimiento del monopolio de los territorios.

Esta contraposición económica responde al enfrentamiento y a la disputa entre dos clases sociales por el territorio. Por un lado, se encuentran los latifundistas que siempre han querido volver subalterno al campesino, de manera tal que los grandes propietarios se enfrentan permanentemente a los campesinos para seguir dominándolos, mediante la promoción de relaciones de arrendamiento y compra y venta de tierras. Sin embargo, los campesinos han luchado continuamente por su autonomía política y económica. En esta disputa, siempre han ganado los terratenientes mediante la sujeción de la renta de la tierra, mientras los campesinos siempre han perdido y han sido apresados, asesinados y expropiados. 

 

 

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Biodata

Antropóloga e historiadora de la Universidad de los Andes (Colombia) con maestría en Comunicación y Derechos Humanos de la Universidad Nacional de la Plata (Argentina). Trabaja en proyectos de investigación en el campo de las ciencias sociales, así como en procesos pedagógicos desde la perspectiva de la educación popular. Tiene una amplia experiencia trabajando con comunidades afrocolombianas, indígenas y campesinas en Colombia; en el desarrollo de talleres de derechos humanos, caracterizaciones y seguimiento de proyectos de desarrollos. Estos últimos también se han extendido a diferentes continentes, siendo el más reciente en Siem Reap, Camboya, en donde Igualmente trabajó alrededor de la equidad de género utilizando la exploración corporal a través de la salsa para el empoderamiento de las mujeres.

Revista nuestrAmérica, ISSN 0719-3092, editada en la ciudad de Concepción, Chile. Ediciones nuestrAmérica. Correo contacto@revistanuestramerica.cl